jueves, 28 de abril de 2011

Algo nuevo en mi vida


Yazmín Leguizamo Bahena
Desde la bella morena, novia del sol: Arcelia, Guerrero
Esta tarde cuando llegué a mi casa, pregunté a mamá si recordaba cómo aprendí a leer y escribir. Ella sonrió y enseguida me dijo que cuando iba en primer año de primaria, la maestra ponía a los alumnos las imágenes y dibujos de la letra que íbamos a ver, junto con las sílabas que formaba. También mencionó que  no se me dificultó aprender, que pronto lo hice.
     Recuerdo que en mis días de estudiante, hasta el bachillerato, únicamente utilicé la escritura para transcribir, resolver cuestionarios, elaborar resúmenes, anotar la tarea o tomar apuntes en la clase.
     Cuando ingresé a la ENRETIC (Escuela Normal Regional de Tierra Caliente), me dio mucho trabajo redactar mi primer texto, además, las faltas de ortografía abundaban en cada párrafo –resaltadas en un círculo rojo–, después de la revisión. Recuerdo que cuando el escrito volvió a mis manos me sentí abatida, sin embargo, he mejorado paulatinamente. Hoy reviso con mayor cuidado lo que escribo para no revivir aquella situación. Durante los cuatro años de la carrera, redactaba textos a partir de las observaciones y prácticas docentes realizadas en diferentes escuelas primarias. Ello me condujo a escribir mucho y a perfeccionar mi escritura cada día. No obstante, cuando culminé mis estudios, mi formación como escritora se interrumpió.
     Ahora, en el transcurso de mis estudios de Maestría en el Centro de Actualización del Magisterio de Iguala, me encuentro nuevamente con la redacción de textos. ¿Que si me gusta escribir? Sinceramente apenas comienza a llamar mi atención. Plasmar mis ideas y pensamientos es algo agradable, aunque no lo hago a menudo. Espero que lo que digo no suene como pretexto, pero no he tenido o no me he dado el tiempo para escribir. Posiblemente se deba a mi falta de costumbre, o quizá, no tenga tantos deseos de hacerlo. Cuando escribo, es porque tengo tarea o para preparar mi clase de la semana. En ocasiones mis textos son narrativos, a veces descriptivos, o simplemente los elaboro para organizar actividades y programas cívicos. En suma, casi siempre escribo por compromiso.
     Cuando sé que tengo que escribir, me detengo un momento a pensar sobre qué voy a hacerlo. Me cuesta trabajo decidir cómo empezar y experimento angustia en el momento que plasmo las palabras sin saber si estoy escribiendo lo correcto o estoy divagando entre un sinfín de ideas que rondan mi mente. Sentada confortablemente en mi silla preferida, al escribir mis textos me acompañan emociones y sentimientos. En esos instantes, trato de anticipar si crearé algo satisfactorio o desastroso. Cuando concluyo, leo cada párrafo para verificar la coherencia en lo escrito. También, reviso la ortografía, y entonces, me doy cuenta que cometo algunos errores, eso quiere decir que todavía falta que cuide más mi redacción, para comunicar lo que deseo. La mayoría de las veces, cuando escribo utilizo la computadora. Algunas ocasiones, también me ha sido de utilidad una libreta, ¡el diario de clases!, que he comenzado a elaborar este ciclo escolar, pero para mí es más fácil si lo hago en la computadora. Este medio tecnológico me facilita la redacción porque puedo borrar palabras e incluso párrafos completos, sin que se deteriore el texto. En mi computadora, también puedo guardar lo realizado y modificarlo cuanto sea preciso, sin ocupar borrador, corrector u otro material que oculte las equivocaciones que haya tenido.
     Algunos compañeros y maestros que han revisado mis textos me han comentado que falta en ellos mayor claridad, me señalan que tengo la idea sobre lo que quiero escribir pero que necesito “soltar la mano” para plasmar lo que en verdad pienso y siento. Esto quizá me sucede por falta de práctica y por temor a equivocarme.
     He mejorado como escritora, no digo que soy una experta pero reconozco un avance en mí, porque he trabajado en ello y seguiré por este camino. Quiero que lo que escriba sea leído por otras personas, que mis palabras comuniquen pensamientos, sentimientos, experiencias y opiniones. Deseo que mis textos, ofrezcan a mis lectores algo en verdad significativo.

Testimonio


Consuelo Ruiz Castañeda
De pronto dejé de escribir, eso fue desde que estaba en el taller “Autobiografía” de Rosita Nissán. Cuando leí la tarea en una de las sesiones ésta no me agradó, sentí que iba para atrás en mis conocimientos, aun cuando uno de los compañeros me solicitó mi escrito para un periódico en Iguala, Gro., que se llama "Redes del sur". Eso me dio mucho gusto, y más cuando después de que lo publicó me dio la gratísima sorpresa de entregarme una copia del mismo, enmarcada y con un listón. ¡Qué halago más maravilloso!, compartir mis pensamientos fuera del aula era algo que nunca imaginé.
     Sin embargo, la literatura pasó a segundo término para mí, cuando entré a un taller de teatro. Tengo mala memoria para ubicarme en el tiempo, creo que fue en julio de 2010, este taller lo dirige un joven llamado Iván Tula. Actuar es algo que me ha gustado desde niña, en la primaria la directora montaba pequeñas obras de teatro y otra niña y yo nunca faltábamos en su reparto. Recuerdo que me agradaba mucho salir del salón de clases antes de la hora para ir a ensayar y luego regresar por las tardes para continuar, eso me hacía sentir gozosa e importante. Desde entonces creo que aspiraba a ser actriz.
     Haciendo un paréntesis diré que la vida me ha dado la oportunidad de interpretar los papeles que me ha gustado desempeñar, aunque no todos me hayan dado las satisfacciones que deseaba. Fui hija, la primera de la familia, luego hermana, y así sucesivamente al  transcurrir el tiempo, fui amiga, compañera de escuela, compañera de trabajo, compañera de vida, madre, abuela y bisabuela, divorciada  dos veces, pero lo más importante para mí, es el haber dejado atrás las ataduras que me impedían hacer esas cosas que me hacían sentir plena, porque a lo largo de esas actividades circunstanciales que me tocó desempeñar, nunca me sentí satisfecha y lo que es peor, tampoco creí estar cumpliendo las expectativas de los que me rodeaban.
     Fue cuando estaba traspasando los sesenta y cinco años de edad, cuando parece que la vejez impide ya la movilidad y el goce y se cree que debemos estar tranquilos porque llegó la jubilación, los hijos tienen su propio hogar y la soledad parecería que viene a acompañarnos y  la depresión se presentó, cuando tratando de ahuyentarla, empecé a disfrutar de aquellas cosas que tanto deseaba hacer. Tomé las clases de belleza que siempre me habían llamado la atención, con el propósito de abrir un salón de belleza, pero me ofrecieron un viaje a Europa y las palabras clave para convencerme fueron: "Señora, vaya y va a ver cómo cambia su manera de pensar". Consulté mi bolsillo y lo que era para el salón se fue en ese maravilloso viaje.  ¿Que si cambió mi manera de pensar? ¡Claro!, y también mi manera de vivir. Empecé a observarme a mí misma y me gusté, vi que era capaz de muchas cosas y empecé a escribir mi autobiografía. En ese maravilloso taller de Rosita Nissán aprendí mucho, quizá no todo lo que debía, porque después lo sustituí por el  taller de actuación, donde me siento muy bien, he actuado ante el público y me ha agradado muchísimo. Nuestro grupo es de adultos mayores, es el único en México que se llama "Viejos los cerros". Nos han entrevistado y hemos salido en la televisión. Ahora, además participo en un taller de “Círculo de lectura”.
     Por si eso fuera poco, “Redes del sur” me trae a través de mi computadora, los pensamientos de sus jóvenes colaboradores que empiezan a desgranar sus ilusiones, enseñanzas, triunfos y fracasos, así como sus primeros pasos en el florido paisaje del amor, ¡qué hubiera dado por tener todo esto en mi madurez para aplicarlo en los que me rodeaban!, no obstante, lo que me tocó vivir me llenó de experiencias y ahora lo valoro a tal grado que lo puedo disfrutar. Por todo ello, doy gracias a la vida. ¡Soy muy afortunada!

La puerta entreabierta


Graciela Henríquez
Después de la pérdida de mi segundo hijo, un embarazo de seis meses que no pudo llegar a término, mi ginecólogo me dijo: –Señora, no sé por qué pierde sus embarazos, es usted una mujer sana, lo único que puedo recomendarle es que vaya a ver un psicoanalista–. Y eso fue exactamente lo que hice. Cuando llegué con el doctor X le dije: –Doctor, soy alguien cuyo mayor anhelo es tener un hijo, pero por alguna razón no puedo lograrlo, los pierdo, ya he perdido dos bebés –prematuros–, el último, se llamó Martín, de seis meses. No sé por qué me pasa esto–. A partir de ese momento, empezó la experiencia del cambio. Fueron cinco años en que revisé mi vida: un largo, doloroso y a la vez gozoso proceso. Durante los tres primeros años, el doctor X condujo el análisis por la vía de mi desarrollo artístico. A partir del trayecto analítico, empecé a ser creativa, a concebir obras que tenían que ver con mis experiencias de vida. Después, no podría decir ahora cuándo ni cómo sucedió, pero sé que en una sesión tropecé con una señal o huella que tenía el germen de algo referente a mi conducta. Quién sabe. Qué sé yo. Hasta que di con una escena que se ha mantenido clara y viva en mi recuerdo:
     “Mi madrina me invita a pasar una temporada con ella, en una hacienda propiedad de su familia. La víspera del viaje mamá mete en la maleta, a última hora, mis muñecos que me han regalado en mi cumpleaños reciente, cuando cumplí seis años. Ya en la hacienda, me dan una habitación espaciosa. Mi recuerdo es que los muñecos se quedaron en la maleta que tuvo que permanecer en el suelo porque no tenía donde colocarla, sólo así puedo explicarme lo que pasó. Entro en la habitación y veo: piernas, torsos, brazos, cabezas regados por todas partes en el suelo; algún cerdo destroza lo que todavía queda del cuerpo de uno de los muñecos, porque ya los animales se han marchado, inclusive cuando apenas llegaba, alcancé a verlos salir en fila de mi cuarto y me pareció raro; al que todavía anda por ahí lo saco a patadas. Había yo dejado la puerta entreabierta. La cierro. Quedo paralizada ante el espectáculo. Y poco a poco, recojo las partes desprendidas y mordidas. Intento rehacer a mis bebés; algo que se ve como irremediable. ¡Las bestias no han dejado ninguno completo! Y ahí en la recámara están esparcidos en el suelo. Me acuesto en la cama con lo que queda de ellos y lloro y lloro”.
     Nunca más volví a tener muñecos. Algo había terminado para siempre: hasta ahí había llegado. La escena de los muñecos destrozados y esparcidos por el suelo se mantendrá aún en mí por mucho tiempo y de alguna manera marca un sino trágico en mi vida. ¿Por qué me tenía que pasar esto? Guardo aún la sensación de haber dicho a mamá cuando la veo meter los muñecos en la valija tan apretujados: –No, así  no–.
     Después de aquella sesión, todavía seguí en análisis un par de años, e igualmente continué con el trabajo artístico, el mismo que contribuyó a afianzar mi personalidad al poder decir: "ahora soy capaz de concebir bellos objetos". Y estando en plena actividad artística, me embaracé –pero todavía con miedo de perder al bebé–; esta vez sí que tomé todas las precauciones del  caso; y finalmente di a luz mi primer hijo, al año siguiente vino al mundo una hija. En ese momento yo pude decir: –Doctor X, yo vine con usted porque no podía lograr mi mayor anhelo que era un hijo, ahora tengo dos, bueno, aparte de muchas otras cosas–. Así terminó mi experiencia psicoanalítica, aunque no la amistad con quien tanto me había ayudado.

Murallas aterciopeladas mágicas


Joaquín Martínez Miramontes
Aún tengo impregnado en mí el olor de cempasúchil. Después de muchos años, hoy vuelvo a observar que la luna de finales de octubre sigue brillando igual de imponente a eso de las cuatro o cinco de la mañana. Evoco sentir el frío a esa hora, y las gotas de rocío que terminaban por empapar mis delgadas y lullidas ropas, al pasar por entre los aterciopelados surcos que parecían una alfombra lista para recibir a quienes se espera una vez cada año: los difuntos. Sin embargo, las alfombras de flores rojas y amarillas tenían que ser transportadas a la calle de Guerrero, ¡sí, allí, a un lado de la iglesia de San Francisco!, que era el lugar idóneo  donde se vendía hace varias décadas, todo para el día de muertos. Ahí bajo la sombra de los tamarindos, con olor a flores de rosa de muerto, copal y pan, me dedicaba a vender flores todo el día y hasta casi la medianoche, ya que mi padre sembraba varias hectáreas. Mientras pasaban las horas, sin embargo, me daba cuenta que aunque me esforzara y vendiera mucho, aquellas murallas aterciopeladas eran mágicas, ¡siempre se veían igual!, porque durante el día último de octubre y el primero de noviembre se debía cortar toda la flor, por ello, reuníamos tal cantidad de ésta, que al contemplarla la desesperación me hacía querer regalarla, únicamente con el propósito de terminar pronto e irme a casa a descansar. Ahora que lo recuerdo… no todo era tan malo. Veía apurada a mi madre haciendo pan de muerto, tlascales de dulce, y lo mejor de todo: ¡la ofrenda que ponía mi familia! Sin duda alguna, con las mejores flores de cempasúchil y terciopelo que ninguna otra ofrenda tendría… mucha fruta, atole de arroz, sus velas y el exquisito olor a copal que le daban un misticismo especial, además del agua y la sal, que no podían faltar.
     El tiempo transcurrió sin sentirlo, o quizá nunca lo he querido sentir. Cuando menos lo esperé, me encontraba en el país más inspirador de sueños, pero también el mayor ladrón de los mismos, y lo que en un momento de mi vida fue cotidiano e incluso llegué a detestar, lo comencé a extrañar. ¡Trick-or-treat! Escuchaba las voces de los niños vestidos con los más escalofriantes disfraces. Mi tía, siempre queriendo seguir las tradiciones de aquel país, no escatimaba en comprar dulces suficientes para todo aquel que tocara su puerta. Por otra parte, la comunidad hispana de Estados Unidos de Norteamérica, en su lucha por preservar las tradiciones, organizaba algunas exposiciones de ofrendas, que en mi opinión se veían completamente falsas porque no representaban las tradiciones mexicanas, por el contrario, me sentía ofendido al ver que algunas incorporaban elementos de la celebración de Halloween. Al regresar a mi tierra, ello hizo cambiar mi percepción acerca del “Día de muertos”, comencé a mirar esta celebración como una manera en que convive la familia, y lo digo, porque es una oportunidad para intentar ser panadero, al tratar año con año de hacer las famosas cajitas, y aunque mi madre ya no es tan fuerte como para realizar todo el trabajo, es necesaria para recordarnos la cantidad de los ingredientes, porque como dice la voz popular, “siempre hace falta un viejo en la danza”. Hoy en día, también como docente, considero que nuestras escuelas deben fomentar y preservar esta tradición, sin mezclarla o confundirla con el Halloween. Nuestra celebración es alegría; significa estar juntos y recordar a nuestros muertos, sin sufrimiento. Es reírse y aprender a convivir con la propia muerte.

El llanto tardío


Roberto Barrera Uribe
Estoy solo en mi casa en la intimidad de mi estudio y de repente, amiguita, tu imagen se dibuja en mi memoria. Los recuerdos de tiempos idos vienen, y se posan en mi mente las imágenes vagas de la última vez que nos vimos.
     No recuerdo cuándo ni en dónde, hace muchos años, en alguna ocasión te comenté que Gabriel García Márquez, o alguien más, no estoy seguro, se quejó con rabia de que su mayor frustración era no poder contar la experiencia de su propia muerte. Mi comentario te impactó, reaccionaste en forma inesperada, tu semblante cambió, tus ojos, ¡ay, tus ojos!, amiguita mía, se abrieron más de lo normal, tomaron un matiz especial, tu cuerpo daba la impresión de haberse transformado en algo duro, como una roca, la rigidez en los músculos de tu rostro era patente. Pero no era una rigidez de enojo, no se vislumbraba cólera, no, no fue ira, esa pasión del alma que según San Agustín “engendra odio y de éste surgen dolor y miedo”, simplemente afloró la emoción en todo tu ser. Al cabo de unos instantes te relajaste y tu semblante se tornó en un estado diferente, de tristeza, como el de una persona que dedica gran parte de su tiempo a las cuestiones espirituales, y pausadamente comenzaste a hablar. De lo que dijiste me acuerdo, más o menos, de esto:
     Con la muerte se cierra un ciclo, termina algo que empezó; la materia, materia al fin, inicia un cambio, lo orgánico se transforma en inorgánico. Yo creo, dijiste, con la muerte empieza una noche larga, la más larga, sin fin, pero en ella, no hay diferencias, las diferencias de la tierra desaparecen y dependiendo de las acciones en vida, las estrellas refulgentes parecen tener un brillo desconocido para los vivos. Aquellos que murieron después de una vida en la que no defraudaron los designios de la naturaleza, los deberes para la patria, su misión de padres, de hijos, de esposos, que cumplieron con su cometido, sirven de guía por los caminos de nuestra existencia, de faro para no sucumbir en las tempestades y por tanto, tienen que sobrevivir a las tinieblas y son lección y ejemplo de los que nos quedamos un tiempo más.
     Y entonces, tus ya enrojecidos ojos, se pusieron brillantes amiguita y dejaron resbalar por tu mejilla una lágrima, que reflejó la luz de alguna fuente luminosa, tal vez una lámpara, o el sol, qué sé yo, no me acuerdo cómo fue, pero esa lágrima emitió destellos brillantes, como los de una piedra preciosa, un diamante tallado en multitud de facetas moviéndose lentamente frente a mis ojos. Empezaste a llorar. Tomando aliento, como pudiste a pesar del llanto continuaste hablando y lo que sigue desentrañó los motivos de tus emociones de aquellos momentos:
     Mi padre acaba de entrar en esa noche que no terminará. Él, fuente de mi admiración durante mi niñez y reto en mi juventud. Su muerte la tomo como algo natural, como efecto cuya causa es la vida, una ley que se acató.
     Y me revelaste con estas palabras que hasta esos momentos el dolor se manifestó en llanto, en un principio no pudiste llorar su muerte, porque las lágrimas de tu madre, de tus hermanos y hermanas, de tus familiares y amistades, inundaron de tal forma tu ambiente durante el velorio y el cortejo, que no hubo lugar para vaciar las tuyas.

Mis muertos


Patricia López Muciño
México, D. F., 2 de noviembre de 2010.
El día de muertos, de acuerdo con la tradición, es aquel en que las almas regresan a visitarnos; esto en la infancia me aterraba profundamente, sin embargo desde hace algunos años me parece hasta alentador saber que, una vez que me pele de este mundo, vendré a visitar a los que todavía no se han ido.
     Con un manto negro cubro un mueble grande de mi casa y me doy a la tarea de forrarlo con papel picado, rosa mexicano, verde limón, naranja y amarillo. Las velas, el agua, la sal, la fruta, las flores de cempasúchil,  la calabaza, y las calaveritas… Pero el momento más significativo, es aquel en que empiezo a colocar los retratos de mis inolvidables muertitos.
     Comienzo con  mi madre, en una foto tomada en 1957 y Tere, mi suegra, retratada en 1945; sin duda las más guapas; platico con ellas lo cual resulta  muy terapéutico. A mamá le cuento cómo es mi vida ahora, y  la falta que me hizo su apoyo a los veinte años, cuando ella partió. A Tere, le digo: “No creerías lo mucho que ha cambiado tu hijo; es como si fuera otra persona, está en una lucha constante por ser diferente. Empezamos a llevarnos bien”.
     Continúo con las fotos de mis abuelitos: Don Rosendo y Doña Micaela, quienes me criaron; a él le doy las gracias porque me heredó el gusto por el  baile; le cuento que finalmente aprendí a bailar danzón (cuando niña, trató de enseñarme) y que ya conocí  Los Ángeles, uno de los dos salones de baile popular que sobreviven en la ciudad, a donde él acudía a bailar; ante su foto tomada en 1937, imagino un México, que se fue con esas generaciones; aquel que gustaba de las cosas sencillas. Con Micaelita, como le decíamos de cariño, me disculpo por no poner en la ofrenda aquel riquísimo mole poblano que ella solía preparar, cuidando cada uno de los ingredientes; recuerdo haberla visto un par de veces, moliéndolo, hincada frente al  metate. Mi tía Anita, a quien la vida le negó la maternidad, pero que fue la madrina de bautizo de veintitantos chamacos, incluyéndome, hasta hace dos años me recibía gustosa en su casa, y fue quien asumió el papel de mi madre por casi treinta. Los últimos cinco días de su estancia en este mundo, los  pasamos juntas y platicamos como nunca lo habíamos hecho. La extraño mucho, al igual que a mi tío Macario, quien después de cincuenta y dos años de vivir a su lado, no resistió verla partir y nueve meses después la alcanzó. Mi hermano Rafa  era un hombre atlético y bien parecido; quien además de trabajar en un banco y estar sometido a mucho estrés por tener que alcanzar metas inalcanzables, estaba en un equipo de futbol soccer, por lo que se conservaba bien aparentemente; a quien la muerte sorprendió con un infarto a los treinta y nueve años, y a tan sólo treinta días de convertirse en papá. A él le platico lo grande que está ese hijo al que no conoció, y el increíble parecido físico que tiene con él. “Volviste a nacer, manito” -le digo-. Y así, con cada uno de los ausentes,  mientras sostengo el portarretrato en mis manos, también entablo un monólogo con la esperanza de ser escuchada, diciéndoles todo lo que mi agitada vida, o el miedo, o el luego, o el para qué, me evitó decir.
     Pienso en lo efímera que es la vida, recuerdo los buenos momentos con todos ellos y también pienso en los tiempos desperdiciados, en los desacuerdos, y en su inutilidad. Siento nostalgia por los que se fueron, y ansias de correr a abrazar y besar a los que están en este momento aquí, a los que quiero tanto, y que a veces no les digo cuan  importantes son para mí. Y, mientras veo arder las veladoras, pienso que algún día mi mejor foto será puesta ahí, por alguien. Ojalá que quienes me aman, también me lo hagan saber en vida y no tengan que platicar con un retrato, como lo hago yo ahora…

La vida sin mí


Nixie Hernández Escalera
Si me quedaran dos meses de vida, posiblemente pensaría en lo que no he podido hacer, aquello con que me quedé con ganas de probar, los lugares que me gustaría visitar y posiblemente, me angustiaría el poco tiempo que me queda para tantas cosas que tendría que hacer.
     Pensar en la muerte nunca ha sido mi prioridad, no sé si porque me sienta inmortal como un vampiro, porque creo en la reencarnación o porque desde pequeña aprendí que cuando la gente muere nunca se va realmente. De cualquier manera, a mi esposo y a mí nos gusta decretar que el día que dejemos este plano, será cuando nuestra niña haya crecido lo suficiente para ser independiente y valerse por sí misma, cuando le entreguemos las armas necesarias para poder desenvolverse en este mundo.
     Las pocas veces que hemos hablado de la muerte, ha sido para arreglar la documentación que sabemos que tenemos que tener en ese momento, pero no llega a más; solamente a mis amigos más cercanos les he dicho lo que deseo en mi altar para la fiesta del 2 de noviembre: una botella de whiskey, de la que sea menos de Jack Daniel's porque no es escocés y sabe a rayos; mis inseparables cigarros de vaquero maricón, como les dicen porque prefiero los light y de sabor suave, una coca cola envase de vidrio, unos huaraches de los que venden a la vuelta de la casa de mi tía Inés, porque están buenísimos y no puede faltar un buen rock. Todo esto bajo la amenaza a mi primo de que debe cuidar que nadie se coma mi comida ni se beba mi whiskey antes de que llegue, o vendré a jalarles los pies en las noches, no importándome si están durmiendo solos o acompañados.
     Fuera de este comentario, no hay nada más, pero como tengo que escribir acerca de mi propia muerte, no me queda más que  analizar en las personas que quisiera haber conocido y que no pude hacerlo, ya sea porque estaban fuera de mi alcance o simplemente se adelantaron en el camino; pensé inmediatamente en María Sabina, la sacerdotisa de los hongos, la santa como la llamamos algunos como muestra de respeto; mi marido tuvo la enorme fortuna de conocerla, y cada vez que le pregunto cómo era, su respuesta es la misma, era un ser lleno de luz, que tuvo el acierto de dedicar su vida y las habilidades que el universo le otorgó a ayudar a otras personas a encontrarse a sí mismas, practicando la bondad y la tolerancia a los demás, creo que se merece realmente el título de santa, sin necesidad de estar colgada en una iglesia.
     Pensé también en John Lennon, en su música, en sus letras, en todo el legado que ha permanecido aún después de su muerte y que pareciera que no va a extinguirse nunca; cuando era niña me tocó ver la noticia sobre su muerte, desde entonces creo que cuando la dama de blanco llegó lo hizo de forma muy injusta para alguien que no entendía cual era la razón de la guerra y que manifestaba abiertamente que era inconcebible que tuviéramos que escondernos para hacer el amor y podíamos matar a alguien a plena luz del día.
     A mi mente vino también Salvador Dalí, con sus ojos impresionantes y sus excentricidades, pintando siempre, encerrado en su propio mundo y albergando en su pincel y en su cerebro a su diosa gala, presente en todo momento, con un amor que mucha gente tacha de enfermizo, pero que solamente quienes viven una pasión de esa manera, pueden ser capaces de entender lo absurdo y sublime a la vez que es la pasión y el amor por otra persona.
     No puedo dejar de recordar también al comandante, al Ché, el santo de América, con una fuerza tan impresionante en su mirada que tuvieron que cubrirle el rostro aún después de muerto, porque quienes le dispararon no se atrevieron a cerrarle los ojos y no soportaron mirarlo a la cara aunque él ya había fallecido; siempre he imaginado que sigue cabalgando en las montañas de América, y siempre le he pedido también que no permita que se callen nuestras voces o que guarden silencio las guitarras, como lo decía Mario Benedetti en su padrenuestro latinoamericano: “no nos dejes caer en la tentación de olvidar o vender este pasado, o arrendar una sola hectárea de su olvido…”.
     Podría seguir mencionando a muchos más personas que de una u otra manera han marcado mi vida por su arte, por su filosofía, su manera de vivir, o simplemente porque se atrevieron a ser diferentes, personas  como Frederick Nietzsche y su existencialismo, Gandhi y su pacifismo, capaz de liberar a todo un pueblo, Kurt Cobain y su rebeldía a través de la música, lástima que tomó la decisión de irse tan pronto, Frida Kahlo y sus infiernos personales, plasmados en un lienzo, Elena Garro y su realismo mágico, sin faltar, claro, Jim Morrison, el rey lagarto.
     Una de mis canciones favoritas, dice en uno de sus párrafos: “y los muertos aquí la pasamos muy bien, entre flores de colores, que los muertos aquí es tienen que estar, y el cielo por mí, se puede esperar…”; si, después de tanto tiempo, resulta que lo que dice esa canción es cierto, que cuando falleces, no te vas, sino que te quedas, y además de eso podrás por fin ver y quizá hacer las preguntas que durante tanto tiempo guardaste a la gente que te impresionó durante tu vida… quizá  no sea tan malo morir… el cielo, también por mí, se puede esperar…

La vida breve


Rocío Hernández Maldonado
La vida nos espera/ a todos/ los que amamos/ el salvaje/ olor a mar y menta/ que tiene entre los senos. Pablo Neruda
La vida es breve. No tanto como nacer, crecer, reproducirse y morir; así viven las amibas, los cóndores y las mariposas; también los dragones, los unicornios y las sirenas.
     La vida es tan breve como un orgasmo y tan infinita como un parto. Tiene la ligereza de la niebla y la densidad del semen. Contiene todas las partes de un rompecabezas y el universo en una mirada.
     La vida tiene doce meses para dar la vuelta al sol, veintiocho días para ovular, una semana para volver al domingo. Veinticuatro horas para amanecer y otras tantas para anochecer. Sesenta minutos para engendrar un hijo. Un segundo para darle el relevo a la muerte.
     La vida transcurre con prontitud si estoy contigo y ante tu ausencia no tiene prisa. La vida es un efímero regalo que brota del vientre después del amor; temporal suceso entre mis soledades; el disfrute de los bienes de la tierra y las pasiones. La vida es el gozo de sentir frío y calor, de comer y beber y también de pecar.
     La vida es sufrir los dolores, los silencios y las heridas. Es un intervalo entre muchos quizás y algún ojalá; la vida es una promesa prohibida, un misterio revelado, una quimera inalcanzable, el desafío pendiente. Es besar desmemoriadamente y acariciar con alevosía y ventaja.
     La vida es breve, mis muertos son los testigos. Es una novela sin título de la que se desconoce el final, que se escribe y se lee, que a veces se le corrige y a veces se le arrancan las hojas para echarlas al olvido.
     La vida es transparente para ver hacia el pasado y el futuro, a veces es un espejo que nos permite jugar con la luz para mandarle señas al infinito. La vida es el viento y el fuego, léase: tu voz y la mía. Huele a mar y a montaña, sabe a besos y a vino, se siente como mano ajena en la caricia. A veces huele a sangre, sabe a odios y como desprecio se siente.
     Así es la vida: mentirosa, eterna, posesiva. Hermosa, luchadora, milagrosa. Breve.

Carta a mi padre


Elena Valladares Soto
Iguala de la Independencia, Guerrero, a 10 de mayo de 2010.
Papá:
Hola, ¿cómo está? Hace tanto que no sé de usted, y para ser honesta, ignoro cómo empezar a decirle lo que siento. Creo que es mejor dejar que mi corazón hable…   
     Hace rato llegué del panteón, le llevé flores a mamá, hace seis años que ella dejó de existir. Como bien sabe, la diabetes complicó su vida, no soportó que le amputaran la pierna derecha. Yo dejé de estudiar, solamente terminé la prepa, y por ser la hija más pequeña tuve que ayudarla a soportar la enfermedad. Mis hermanos casados tenían sus propios problemas como para hacerse cargo de mamá, si bien es cierto los que están en Estados Unidos me mandaban dinero, pero ella lo necesitaba a usted. Por las tardes después de comer, me platicaba todo lo que había vivido a su lado, sus sueños, y se lamentó mucho el haberse convertido en una vieja enferma y que la hubiera cambiado por alguien más joven, y aunque se enojaba cada vez que lo recordaba, yo sabía que lo seguía queriendo, aún así, no fue al funeral…
     ¿Cómo pudo olvidarla?, no me lo explico y ya no tiene sentido preguntárselo, ella ya no vive, y aunque siempre tuvo fe en que lo volvería a ver, no fue así. Le llamé para decirle que quería despedirse de usted, pero nunca llegó, no sé si fue lo mejor, sin embargo, hasta el último momento de su vida pensó en usted.
     Después de su muerte quise retomar mis estudios, anhelaba ser profesora, enseñar a los demás lo poco que sé, para ello, me apoyaría en mis sueños aderezados con fe, trabajo y dedicación, no contaba con que yo también ya estaba enferma, mamá me heredó su diabetes...
     Al poco tiempo sentía como si a mis ojos los traspasaran mil agujas, el dolor era insoportable, empecé a perder la vista, hasta que una mañana de julio del 2007, después de que tres meses antes me operaron de leucoma, ellos dijeron “hasta aquí nomás”, y dejé de ver. Mi mirada se perdió en el bosque de mis sueños; de haberlo sabido habría disfrutado más de los colores, del rostro de las personas, habría prestado más atención a esas pequeñas cosas, habría ido al cine, nunca he ido, jamás visité lugares bonitos, no había dinero para eso, lo poco que teníamos era para pagar las medicinas de mamá. Todavía recuerdo con dolor cuando Alfredo, mi hermano más grande, dijo: “si ya le amputaron una pierna a mamá ya no le queda mucho tiempo, no tiene caso seguir gastando en ella”. Fue egoísta igual que usted.
     He aprendido a vivir en la  oscuridad, ha sido difícil, no tengo por qué negarlo, extraño los colores, los amaneceres y los atardeceres, los ojos me siguen doliendo, el medicamento es caro y no tengo manera de pagarlo si no fuera por mi hermana Alicia que se ha encargado de mí. Mis sueños se evaporaron como agua de mar.
     Hace un año mi enfermedad también cansó a mis riñones, ya no me funcionan, los médicos me dan poco tiempo de vida. Necesito un trasplante, nadie de mis hermanos es compatible y siendo honesta creo que ninguno de ellos me daría uno, si con mi madre fueron egoístas a mí qué me puede esperar, tal vez sea parte de la naturaleza de los seres humanos.
     Ignoro si algún día consiga un riñón, sé que es difícil, muchas veces le he preguntado a mi Dios el porqué, ¿por qué a mí? Si fui una buena hija, si estuve con mamá hasta que dejó de respirar, he llorado innumerables noches hasta que las lágrimas se cansan y se niegan a salir, nunca he sabido de un beso de amor, no tuve tiempo para ello, nunca supe lo que era enamorarse. A mis 26 años me he perdido de tantas cosas…
     Y ya no quiero seguir perdiéndome más, la enfermedad lentamente está apagando mi vida, yo me aferro a ella pero mi cansado cuerpo no responde, mi cabello se cae como las hojas de los árboles en el otoño, mi voz se torna silenciosa, mi andar cada vez es más pesado, no tengo amigos, todos se fueron como éxodo de golondrinas sin retorno. Sí, es verdad, me siento sola, sé y comprendo que soy una carga para mi hermana y mis sobrinas, muchas veces hablan como si yo no estuviera, me dejan en un rincón del sillón y ahí, en medio de mi oscuridad, siento cómo las horas pasan lentamente, mudas, silenciosas, alejadas…
     Hace tanto que no lo tengo cerca, que en noches como ésta me aferro a mis recuerdos y mi mente me hace regresar a esos instantes en que usted estaba a mi lado, en que me cargaba en sus brazos fuertes y me daba un beso diciéndome que era la niña de sus ojos, se fue de mi vida hace 18 años en una noche de diciembre y nunca ha querido regresar, yo no lo corrí, usted tomó la decisión y me dejó un hueco que pese a los años no he podido llenar. Me hace falta papá…
     Todas las noches platico con mi Dios y le pido que usted no se olvide de que existo, ruego que suene el teléfono y sea su voz la que pregunte por mí, pero esa llamada nunca llega. ¿Qué le he hecho yo?, si solamente lo sigo queriendo, si me hace falta como las alas a la mariposa.
     Ignoro qué tanto tiempo pueda oír el canto de los gallos, de los grillos, sentir la tibieza del sol, percibir el aroma de la tierra mojada y tomar las manos de gente que Dios ha puesto en mi camino, y que sin pedirme nada a cambio, ha estado conmigo.
     Hasta hace poco logré que me dializaran, al principio fue difícil y doloroso, hoy ya me hice a la idea de estar encerrada en la soledad de mi cuarto, todos los días cada seis horas mi cuerpo sufre el proceso de la diálisis, no puedo salir de casa ante el temor de alguna infección y tan sólo me conformo con escuchar la radio… pero al menos tengo oportunidad de vivir el tiempo que me sea concedido, con la esperanza de escuchar nuevamente su voz, diciéndome que soy su niña consentida…
     Por favor, llame pronto… que yo, ya no sé dónde encontrarlo…
Desde esta oscura soledad, su hija Elena.

Carta a mi madre


Lehi Axel Jaimes Castañeda
Desde este pedazo de cielo, donde ni siquiera las estrellas podrían experimentar
el placer de estar tan unidas como lo estamos tú y yo.
Para mamá:
Recuerdo que los primeros cuatro años de mi vida conviví más con papá que contigo, cuando despertaba te habías ido ya a trabajar, regresabas por la tarde cansada y a veces de mal humor, en aquel entonces no entendía lo que ahora sé; tenías más responsabilidades de las que te correspondían sobre tus hombros.
     El día que decidiste separarte de papá y llevarme contigo, debo confesarte que no me agradó mucho, en aquel momento hubiese preferido quedarme con él, la idea de no verlo me asustaba. Los primeros años fueron difíciles, extrañaba mucho a papá aunque hicieras tu mejor esfuerzo para que no me faltara nada.
     El tiempo ha ido transcurriendo, hemos compartido muchos momentos de nuestras vidas, buenos y malos; ahora estoy iniciando mi etapa de adolescente y empiezo a comprender que a pesar de que un hijo es una responsabilidad enorme decidiste llevarme contigo sin importar los obstáculos que pudieron haberse presentado; en cambio, papá cómodamente te cedió por completo esa responsabilidad sin siquiera mover un dedo por seguir en contacto constante conmigo o estar al pendiente de lo que pudiera necesitar. Por eso quiero agradecerte por no separarme de ti, porque aunque muchos podrían pensar que no somos una familia completa, se equivocan: en casa no hace falta nadie más, he tenido todo el cariño y comprensión que cualquier otro niño en un hogar supuestamente “normal” desearía. 
     Sé que eres un ser humano con virtudes y defectos como cualquier otro, y que tal vez no me corresponde juzgarte, pero voy a atreverme a decirte que aunque te admiro porque eres exageradamente responsable, me gustaría que ahora que estoy en una etapa demasiado difícil dejaras de serlo “un poquito”, te lo he pedido algunas veces, lo intentas por unos días y caes nuevamente en tu diaria rutina, llegas de trabajar y parece que a casa acude todo un equipo de limpieza, no paras de hacer quehacer, hasta que todo vuelve a estar en su lugar. No tan sólo me preocupa que a veces no tienes tiempo para escucharme, sino que tampoco te das tiempo para ti; para hacer lo que te gusta o para irnos por ahí al cine o simplemente caminar juntos y platicar, sin una escoba o el ruido de los trastes entre nosotros. En ocasiones te he dicho que quieres más a tu trabajo que a mí, y reconozco que he sido injusto, porque la mayoría de las veces te has dado tiempo para estar a mi lado cuando así lo he requerido. 
     Me gustaría que cuando quiera contarte algo nos sentemos juntos y me veas a los ojos, sin importar que algún objeto esté mal acomodado en la sala y corras a ponerlo correctamente, o quedarnos un rato más en la mesa después de comer; podría ayudarte después a lavar los platos, deja de andar tan de prisa y así disfrutar mejor los momentos que podemos estar juntos; salgamos más seguido, posiblemente tu economía no te permite darnos lujos, sin embargo hay tantas cosas que cuestan tan poco y que se disfrutan al máximo, como ver una película tirados en el piso, jugar fútbol lo cual me fascina, salir a caminar bajo la lluvia o compartir la lectura de un libro. También deseo pedirte que comprendas la etapa que estoy viviendo y me tengas más paciencia, que no te exaltes, últimamente has llegado a gritarme y yo a contestarte en el mismo tono, aunque dices que no debo gritarte, me pongo a pensar que si acaso al hacerlo tú no me estás enseñando a gritar a mí. 
     Siempre has sido más que mi mamá, mi mejor amiga y sería fantástico que continuáramos conservando esa relación, que me aceptes como soy, tal vez no tan ordenado ni responsable como quisieras, pero soy tu hijo, sé que me quieres más de lo que demuestras, lo he sentido y aunque se me dificulte expresar mis sentimientos, porque en eso nos parecemos, también yo te quiero, me gusta estar junto a ti, abrazarte y besarte, porque cuando lo hago me siento infinitamente protegido.
     Mamá, hagamos nuestro más grande esfuerzo por cambiar positivamente lo que esté fallando entre nosotros, haré lo que esté a mi alcance aunque sin tu ayuda no podré, por favor no me sueltes de tu mano para continuar juntos, seguiré creciendo y necesito que me sigas guiando, siempre me hará falta que estés ahí para animarme y apoyarme, pues no olvido que siempre has sido como el reflejo de un espejo en mi vida; si río, ríes y, si lloro, terminas llorando conmigo. 
     Por último, quiero que sepas que siempre serás para mí un ser especial que aún siendo rara y distinta, mejor mamá no podría haberme dado la vida, y no encuentro una palabra que abarque todo lo que significas para mí, por ello únicamente me resta decirte:
                                                                                                GRACIAS MAMÁ: “TE AMO”.

Educar hijos adolescentes: ¡lo peor todavía no ha pasado!


Eugenia Araceli Castañeda Caudana
Ser mujer, madre soltera, profesionista y llegar a la etapa donde nuestros hijos ya crecieron y se convirtieron en jóvenes es muy complicado, pensé que lo peor había pasado; cambiar pañales, ser despertada en la madrugada por un llanto desesperado, salir corriendo al médico con un niño en brazos, angustiada y temerosa… pero no ha sido así, me equivoqué, estoy enfrentando la etapa más difícil de ser mamá y papá a la vez.
     Mi hijo mayor ha cumplido ya diecisiete años e imagino, que al igual que yo, muchas mujeres estarán pasando por esta situación y se harán tal vez la misma interrogante: ¿Cómo educarlos de la mejor manera para hacer de ellos personas que sean capaces de enfrentarse a esta “maravillosa complicación” que se llama vida?
     Puede pensarse que es fácil, pero no es así, entre trabajos, quehaceres e inmensas responsabilidades que tenemos que cumplir, las horas, los días y hasta los años pasan rápidamente, sin embargo, debemos ofrecerle a nuestros hijos momentos especiales donde puedan acercarse a nosotras para platicar sin temor a ser interrumpidos o incomprendidos.
     Soy profesora de educación preescolar y puede pensarse que si desempeño este papel en la sociedad con niños y niñas a los que se les debe brindar la oportunidad de desarrollar y favorecer sus competencias, mi tarea como madre debe facilitarse. No obstante, en casa la ansiedad de salir corriendo ha acudido a mí algunas veces porque siento que esa función no la estoy desempeñando favorablemente, mi hijo cursa la educación media superior, es un excelente estudiante, no puedo quejarme, pero como la mayoría de los chicos de su edad, piensa que sacar buenas calificaciones es su única obligación y que a nosotras como mamás nos corresponde todo lo demás, es ahí donde radica el principal problema: cómo explicarle a nuestros hijos que el funcionamiento de un hogar depende de la colaboración de un equipo integrado por las personas que vivimos en casa, que deben asumir otras responsabilidades, escuchar consejos y recomendaciones; no queremos que hagan nuestra voluntad, sólo deseamos que identifiquen los errores que cometen en su camino, para que tengan la oportunidad de corregirlos a tiempo.
     Nadie nos enseña a ser mamá o papá, en mi opinión, considero que mi función es estar ahí junto a ellos para ayudarlos, apoyarlos y tratar de que rectifiquen sus actitudes si éstas no son las acertadas, con golpes y gritos no se soluciona nada; se puede lograr más con cariño, comprensión y aceptándolos tal cual son, porque cuando esa etapa tan hermosa y difícil que es la juventud empieza a irse, llega la madurez, que nos permite razonar de manera diferente; es entonces cuando se acercarán a nosotras dejándonos de ver como enemigas, dándose cuenta que únicamente buscamos su bienestar porque la mayoría de las madres somos los únicos seres que podemos amarlos incondicionalmente, a su vez, ellos son los verdaderos amores de nuestras vidas o al menos en mi caso así lo es... son como las estrellas que me iluminan cada noche y el sol que me da luz cada mañana para iniciar un nuevo día, entonces, es cuando reflexiono y afirmo que ser mujer, madre soltera y profesionista puede ser maravilloso en cualquier etapa de la vida de nuestros hijos.

Mi minina chiquita es mi chispa adecuada


Griselda de la Portilla Adán
C
uando miro mi vida hacia atrás, me descubro viviendo en espiral, a veces lineal, muchas otras en triangular, para rematar con mi vida circular que gira y gira, rueda y rueda por el lugar, aquí me tiene sacudiéndome el dolor, desesperada y sin control, deseando hacer un viaje a mis adentros y sobrevivir a los lamentos, así pediría fuerzas para decir cuánto lo siento.
Todo es tan enorme y diminuto, descubro sueños, descubro miradas que enfrían mi piel, veo del mundo lo bello y lo cruel, hay palabras que rompen mi hiel, pero donde existe el dolor, siempre hay una semilla de amor…
Hasta hace poco, no tiene mucho, 4 años, 15 días, para ser exactos, pensaba con quién quedarme, con mi madre o mi padre, ellos estaban a punto de separarse, mi cielo se abría y yo caía, sin tener oportunidad de arañarlo, y así, frenarme a mi paso, ¡ya quería liberarme y disolverme en el vacío!
En ese momento, ocupaba un lugar en la lista de recuerdos a olvidar de mis padres, estoy que no me puedo comprender y no me explico todavía, si me mentí o me mentían, al saber que se separarían, pues lo que más me dolería era pasar los domingos sin una risa y una mirada tierna, la verdad, yo no veía la necesidad de cambiar eso por una lágrima en mi mejilla, diciendo que ya no están, que se han marchado y que ya nunca iban a volver, que me han dejado sola, triste y sin su querer…
Lo cierto era que dentro de nuestra vida caótica se encontraba la solución, pues mi madre se embarazó, –¡eso sí que no me lo esperaba!–, esa realidad que ante mis ojos estaba se convertía en el último de mis pensamientos, ¡lo veía y no lo podía creer!
Había una diferencia de diez años entre mi última hermana y la próxima a venir, la llamamos el “pilón” o la “colita del marrano”, ¿a quién?, a la nueva integrante de la familia, sí, esa niña gordita, china, ojos pequeños, gritona, escandalosa, a veces llorona, siempre tierna y eso sí, simpática y querida por todos, su nombre es Natalia, La Minina.
Les confesaré que cuando nació no me convencía la idea de tener una niña en casa, eran bastantes los problemas que teníamos y encima, tener que escucharla llorar por las madrugadas. Mamá nos desatendía, ¡yo estaba celosa de que le prestara más atención!
Además, por ese entonces, nos vimos envueltos en una crisis económica, papá sólo trabajaba medio tiempo, mi mami, en casa. ¡No hallábamos qué hacer!, así que mamá optó por trabajar, después de todo, eso ya estaba resuelto.
Un problema tras otro los fuimos desenredando, pero quedaba uno: ¿quién cuidaría de Natalia, si todos en casa no estaban? ¡La única era yo! La pequeña casita de puerta negra y sin revocar, fue testigo de cómo llegué a convertirme en “mamá Gris”, ¡claro!, después de cambiarme de pantalón cuando La Minina hacía su gracia, o cuando le daba de comer su sopita y a cambio me regalaba una miradita que reflejaba en sus pupilas un “te quiero” en el silencio.
De plano otras veces me desesperaba con su llanto, no podía ni dejarla sentada en la cama con sus juguetes porque la nena ya quería estar en mis brazos, y aunque a veces no llevaba la tarea, todo por cuidar a mi hermanita linda, la chiquitita era la chispa adecuada de nuestras vidas, y digo nuestras, porque no sólo curó mi mal genio, sino también alegró la existencia de toda mi familia; esa niña que cuando nació pensé que sería una boca más en la mesa, un cuerpo más al qué vestir, o una simple presencia sin nada qué decir.
Lamento haber dicho que no te quería, mi niña, no pensé que mis palabras regresarían a mí con más fuerza y llenas de sentimientos, ¡me has regalado tu vida en pedacitos de amor!
Recuerdo cuando tus primeras palabras estaban “mochas”, tus primeros pasitos los disfrutamos un domingo, tus risas y gestos le daban color a nuestro sentir, por primera vez sentí que te correspondía con una sonrisa que no estaba oculta, como debajo del maquillaje de un payaso.
Creciste, te caíste mil y una vez, te regañamos, tal vez sin pensarlo dos veces,  ¡Natalia deja ahí!–, se escuchaba a lo lejos, al ver que estabas jugando con el agua, mojando tu ropa que recién acababan de cambiar. Tú sólo te defendías diciendo,   mamita toy lavando mi lopa, ya soy una niña glande.
Princesita, siéntate, va a venir tu mamá y se va a enojar–, me dirigía a ti, y ponías tu carita de espantada y rápido me dabas tu mano pequeñita, toda boludita… corríamos a cambiarte y te decía, –Naty, vamos a guardar tu secreto, ¿sale?–. Y me respondías, –sí, manita Gris–, pero entonces lo que hacías era correr a los brazos de mamá o papá y contarle lo que te había sucedido, yo sólo me reía.
Después de todo, nunca imaginé tener una hermanita que llegaría a ser como mi propia hija. Mis oídos se hacen sordos cuando te dicen, –¡ay, qué bonita niña!, ¿a quién se parece?, ¡la última siempre sale mejor!– elogio de mi vecina.
Mientras mi abuelita nos dijo: –hijas, ya las tumbó la burra–, sin embargo, eso no me molesta, lo cierto es que con tantas dificultades que hemos pasado, mi Minina linda, has hecho de nuestras vidas toda una obra de arte y no hacemos otra cosa, nenita linda, que adorarte y brindarte todo nuestro amor…
Esto es un fragmento de mi vida, deteniéndome de un hilo y a veces de cientos. Sigo viviendo en espiral, a veces lineal, muchas otras en triangular, para rematar con mi vida circular.

Un amigo inolvidable


Blanca Ibet Ramírez Celestino
El tiempo transcurre lentamente desde esos días de juventud, donde pasaba horas enteras jugando tras aquel ciruelo, que para mí, era un transporte que me llevaría a cualquier parte que yo quisiese.
Sí, yo era una niña rara, es lo que decía mi mamá pues no acostumbraba ponerme vestidos, me hacían sentir incomoda. Ella siempre preguntaba, ¿por qué no te pones un vestido? ¡Te verías tan bonita como las demás niñas! Yo le decía que no, porque los vestidos me impedían saltar y brincar entre los árboles, parecían barreras que me dificultaban hacer las cosas que yo quería.
Disfrutaba las tardes jugando, a veces sola o a veces en compañía de mi primo. Recuerdo bien cómo me había inventado un amigo imaginario, que siempre estaba conmigo, se me hacía raro que mamá no preguntara con quién hablaba, ¡los vecinos debían haber pensado que ya me había vuelto loca!, pues no disimulaba ni un poquito.
Recuerdo exactamente un sábado nublado, fresco en el mes de junio,  cómo los perros les ladraban a los animales que pasaban cerca de la casa, ese día me dirigí hacia mi lugar favorito, mi querido ciruelo, que me esperaba paciente para aventurarnos una vez más en un viaje lleno de fantasía, acompañada de mi gran amigo imaginario.
Subí aquel ciruelo lleno de frutas maduras, corté algunas y las guardé en mi bolsillo, en aquel momento llegó mi compañero de tantas travesuras, mi primo.
Ese día imaginamos que éramos dos piratas que surcaban las más temibles aguas llenas de tiburones, que en realidad eran dos perros que se encontraban durmiendo bajo los dos árboles.
Mi primo subió a un árbol de mango petacón, el cual sería su barco, echamos a andar nuestra imaginación, ¡aquel pirata tenía como prisionero a mi amigo imaginario!, y yo tenía su gran tesoro, una bolsa llena de golosinas, y sin llegar a ningún acuerdo comenzamos a pelear.
Tomé las ciruelas que tenía en mi bolsillo y comencé a aventárselas, él no tenía más que unos cuantos mangos, pero agradezco que estuvieran chicos, si no, ¡con sólo un mangazo me habría tumbado de aquel árbol y me habría devuelto a la realidad!, donde me encontraría tumbada en el suelo, con un gran moretón en el cuerpo.
Él cortó los mangos que ya estaban arrugaditos, los tomó y me  los aventó, uno casi me caía cerca del hombro pero no fue así, pues le dio a la rama, pero el jugo del mango me cayó en la cara, me limpié con mi blusa, en tanto él, se estaba “matando” de la risa.
Fue entonces que aproveché y le tiré una ciruela que le cayó en el pantalón y le dejó una gran mancha amarilla, como el color de la mostaza. En ese momento recordé la vez que lo había descalabrado y cómo mi mamá me había puesto una “cueriza” que todavía no he podido olvidar.
Pero apenas y me puse a pensar la regañada que le iban a dar mis tíos, en seguida pensé que también a mí me iban a regañar, pues tenía la ropa manchada de jugo de mango con algo de ciruela, una combinación perfecta, pero no me importó.
El pobre árbol se estaba quedando sin fruto y yo sin nada con qué defenderme, ¡mi barco se estaba hundiendo!, ¡estaba perdiendo la batalla!, ¡los tiburones comenzaban a despertar!, que por cierto eran unos “tiburones” muy juguetones.
Entonces subí hacia la otra rama del ciruelo y junté más municiones, tenía ventaja aún cuando el barco ya estaba por hundirse. El otro pirata ya no tenía con qué defenderse, se habían terminado sus reservas, por lo tanto, hicimos un trato: él me regresó a mi amigo y yo sus golosinas, ¡justo a tiempo!, pues mi papá había llegado y se molestó mucho porque nos habíamos terminado el mango, y yo, había cortado la mayoría de las ciruelas.
Nos dijo que entráramos a la casa y nos limpiáramos pues habíamos terminado totalmente sucios, mi mamá estaba preparando la comida mientras mi hermano dormía en la cama. Mi primo tuvo que irse después de comer, ya era un poco tarde y su mamá lo esperaba en casa para ser regañado.
Casi siempre era lo mismo, en cada cumpleaños o reuniones familiares, nuestros padres nos pedían que nos quedáramos quietos pero era imposible, sólo a veces estábamos sentados pero era nada más porque nos poníamos a jugar videojuegos, pero eso era raro, porque la mayoría de las veces nos poníamos a jugar futbol o al famoso juego de “los ponchados”.
Sin embargo, más adelante, hubo un tiempo sin reuniones familiares, ni festejos de cumpleaños. Me quedaba sola en casa, encerrada, mi mundo de imaginación se fue cerrando, y no pude hacer nada.
Pasaron los días, los años y todo fue cambiando, los niños que fuimos crecimos, ya no éramos los mismos, tomamos rumbos diferentes, más adelante, mi primo y yo, apenas y cruzábamos una palabra.
Aquellos momentos eran totalmente diferentes a lo que vivo hoy, los recuerdos se han quedado en el olvido, parecieran fotografías plasmadas recordándome que alguna vez esos días existieron.
Cómo quisiera regresar el tiempo hasta aquel ayer, donde disfrutábamos tanto divertirnos, convivíamos y reíamos, o cuando le rompíamos los trastes a abuelita de un balonazo y terminábamos castigados, pero todo eso valía la pena, porque nos divertíamos juntos.
Ahora mi amigo imaginario y yo hemos zarpado a un mundo, mi mundo, donde tengo todos los recuerdos que pasamos juntos, ocultos en un cofre, esos recuerdos que jamás serán desechados pues están bajo llave, y algún día regresarán…