domingo, 15 de mayo de 2011

El mago de las teclas


Patricia López Muciño
Espigado, de cabello cano, de voz recia, pero con la amabilidad a flor de piel; hombre nacido en los años treinta del siglo pasado, y criado en una de las colonias más populares de esa entonces pequeña ciudad de México.
     Contaba que la colonia Obrera lo vio crecer, y que el hijo del dueño de un salón de baile era su compañero de clase. Él le ayudaba con algunas tareas, a cargar su mochila y lo defendía cuando éste tenía problemas; a cambio, recibía algunas monedas, pero un día en que el junior no tuvo para pagarle, lo llevó al salón que era de su papá. Él se quedó maravillado y, cuando aún no salía de su sorpresa, los cuidadores lo pescaron de la camisa para sacarlo. – ¡Niños aquí no! –dijeron, pero el amiguito intervino para que se quedara.
     A partir de entonces ya nada volvería a ser igual, porque el baile se convertiría en su vida.
     Sus vecinas, mujeres que trabajaban por la noche, prendían el tocadiscos a media mañana y le pedían que viniera a practicar, por lo que se encargaron de enseñarle el baile y otras cosas, cuando él despertaba a su juventud.
     Y aunque su trabajo lo llevó a viajar por toda la república, siempre que hubo oportunidad acudió a El Esmirna, Los Ángeles, El Colonia, El California… recorrió todos los salones de baile a lo largo de cincuenta años, en un México donde la gente se iba a divertir, muy lejano a lo que las películas nos contaron sobre estos lugares.
     Un rectángulo de unos cuantos metros, en el jardín de la Ciudadela, fue su salón de clases, donde  decenas de personas acudían a aprender pasos diferentes de danzón, por las tardes.
     Fue maestro de mi maestro, y de muchos que aprendieron a bailar Danzón bajo su dirección; su vida fue azarosa y llena de anécdotas.
     Desgraciadamente la salud se fue minando, y el cuerpo cobró la factura por tantos años de desvelos, brindis y baile: perdió la vista casi en su totalidad y dejó de dar clases, por lo que pasó la estafeta a su mejor alumno.
     Perdió la vista, más no la dignidad, a sus setenta y seis años salía todos los días desde el pueblo de San Juan Ixhuatepec, a ganarse el pan vendiendo dulces. – ¡Pasitas danzoneras! –decía, al tiempo que saludaba respetuosamente quitándose el sombrero.
     Toda su familia se fue a vivir a Querétaro, por lo que su pareja, cuarenta años menor que él, era su única compañía al caer la noche.
     Era casi imposible pensar que el hombre que atravesaba la calle ayudándose por un bastón, en cuanto escuchaba la música, iba perfectamente cuadrado con ella.
     Sólo una vez bailé un danzón completo con él. –Maestro, ¿bailamos? –me atreví a preguntarle. ¡Encantado, señora hermosa! –me respondió él, sin dudar.  En ese momento supe, que cuando algo se convierte en tu pasión lo disfrutarás hasta el último de tus días. No importaba que el Maestro ya casi no viera, me llevó en la melodía como lo que era: ¡un buen bailarín! El danzón que bailamos era uno de sus favoritos. A mí también me gustó mucho, era la primera vez que lo escuchaba. Realmente disfruté ese momento; tuve una pareja de lujo por unos minutos.
     El maestro Luis Sánchez Mercado, a quien conocimos y veíamos a diario en el Jardín la Ciudadela, deja un gran vacío en el medio danzonero; y a mí en lo personal, me será inevitable recordarlo, siempre que escuche el único danzón que bailé con él:  “El Mago de las Teclas”.