viernes, 10 de junio de 2011

Mi peor pesadilla


Anónimo
“¡Por fin es viernes, hoy me voy a casa!”, es lo que digo a mis compañeros. Una a una van pasando las clases hasta la hora de la salida. Doy apenas unos pasos y llego hasta la parada del camión. Subo, pero tengo una sensación peculiar. Conforme voy avanzando en el camino, siento algo dentro de mí que me alerta, ¿será que alguna cosa inesperada está por suceder?
     Llego a Taxco y me bajo del camión en donde acostumbro. Empiezo a subir a pie hasta mi casa y, en el camino, noto que la gente me observa y empieza a murmurar. Todavía tengo esa sensación –que no imagino a qué se deba– de que algo ocurre. Casi al llegar a mi casa me percato de que afuera hay una lona y está lleno de sillas. ¿Qué está pasando? Un escalofrío me recorre todo el cuerpo, tiro mis cosas y corro. Allí cerca están sentados mi papá y un tío, que al mirarme se paran rápidamente y me abrazan. Yo sólo suplico a gritos, “¡Díganme qué sucede! ¡Quiero saberlo!” Mi padre, con lágrimas en los ojos y la voz entrecortada por el sentimiento, se limita a balbucear: “Tu abuela…”  “¿Qué?” Lo interrumpo, aunque ya no es necesario que me diga nada más. No sé de dónde saco tanta fuerza para zafarme de los brazos de mi papá y corro hacia la casa. Adentro, veo una caja metálica rodeada de cuatro grandes cirios. Mi madre y mi tía me abrazan, al tiempo que lloran a más no poder. Yo sólo pregunto, una y otra vez, “¿por qué?, ¿por qué me la quitó?” Otra persona se acerca a mí y me unta alcohol, mientras me dice que me calme, pero, ¿cómo lograrlo si mi mundo se derrumba? ¡Ha muerto mi mamá!, y henchido de dolor, tan sólo exclamo: “¡cómo es posible!, si ella era todo lo que tenía, ¡me he quedado solo!”
     Luego corro y abrazo ese ataúd frío y de un color triste. “¿Por qué me dejaste mamita?”, pregunto entonces. “¿Por qué me dejaste cuando más te necesitaba?, ¿por qué mama? ¿Por qué?” Descubro que mi hermana está a mi lado y me dice: “…lo siento”. Después de varios minutos, ya más tranquilo, me acomodo en una silla sin poder todavía dejar de llorar. Conforme pasan las horas, llega más gente y todos me abrazan, sin embargo, no escucho ni una sola de sus palabras de consuelo. Para mí, estoy solo en aquella habitación, con ella. En mi mente, recuerdo las cosas buenas y malas que pasé a su lado, y cada nueva añoranza se acompaña de más lágrimas. De pronto veo entrar a mi amiga, quien se acerca y yo únicamente atino a preguntarle: “Ely, ¿por qué?” Y agrego: “¡ya me quedé solo!” Ella me trata de tranquilizar pero no puedo calmarme. En ese instante, quién sabe de dónde, Ely saca una inyección y me la aplica en la vena. De pronto, todo se nubla, en tanto un pesado e incontenible sueño se apodera de mí.   
     Cuando despierto ha oscurecido. No puedo pegar los ojos en toda la noche, ni consigo dejar de llorar. Al día siguiente, comienzan los preparativos para llevar por última vez a mi abue a misa. De repente me veo caminando por la calle entre un mar de gente. Ahí están mis amigos, conocidos, en fin tantas, tantas personas. Llegamos a la parroquia, escuchamos misa y ahora falta lo peor: llevar a mi viejita al panteón. Voy caminando de nuevo por las calles del centro cuando, como a lo lejos, escucho el doblar de las campanas de la majestuosa iglesia de Santa Prisca. Con cada paso que doy, siento como si pisara en pozos hasta llegar al panteón. Ya no sé si de tanto llorar, pero mis ojos están secos y permanecen fijos sobre esa caja, que ya están enterrando. Desde lo más profundo de mí brota un alarido, que lleva consigo todo mi dolor, todas mis penas y, de pronto…
     Desperté llorando y con mis amigos Karen y Lenin a mi lado, junto a la cama de mi habitación de estudiante. “¡Cálmate!, ¿qué te pasa?” Me decían con insistencia y un tono de alarma en la voz.
     ¡Se trataba de un sueño! ¡Gracias a Dios, fue un sueño! Una intensa pesadilla que me hizo valorar las cosas que todavía tengo en la vida.

domingo, 5 de junio de 2011

Mentiras a mamá


Aracely García Vázquez
He reflexionado sobre la conveniencia de decir mentiras, sin embargo, como se escucha muy feo, mejor diré: he reflexionado sobre cómo me ha beneficiado cambiar un dato por otro. Lo mencionado hace alusión a que dispongo de muchas experiencias significativas sobre este asunto, que hoy por primera vez confesaré.
     Desconozco cómo hacerle saber a mamá las mentiras que le he dicho; cómo mencionarle que fui yo, quien pisó aquel pollo blanco que tanto quería y que por nombre le había puesto Pancho. O que yo quebré su plato nuevo y corrí a esconderlo tras ese anaquel de color verde que no me gustaba y, que quizá hoy, ya está reciclado porque lo vendió como fierro viejo.  
     Necesito saber cómo explicarle que fui quien quebró las plantas, esas que daban total frescura, que proyectaban vida a ese corredor, y por lo cual le pegó a mi perro, que terminó castigado y decepcionado de mí, porque tuve la oportunidad de decirle a mamá que era responsable por lo sucedido, y callé. También me confieso culpable porque en esos días cuando ella hacía caldo de pollo con verduras, yo fingía comerlas, pero en realidad nutría a escondidas a mi gato, dándole las verduras.
     Debo añadir aquel día al salir de la escuela telesecundaria en que, junto con mis compañeros,  pasamos a robarnos unos jugosos mangos petacones que con sólo verlos se nos hacía agua la boca y, por brincar desde muy alto, me caí y quedé toda raspada. Al llegar a casa dije que me había caído jugando básquet, cuando mi madre sabía que era lo que menos me gustaba.
     Desearía poder decirle a mi madre lo referente a las escapadas para ir a ver a mi novio –con quien acababa de estar en la escuela–, porque en la tarde pedía permiso para visitar a una amiga, cosa que por supuesto no era verdad.
     Declaro ignorar cómo le digo a mamá que regalé la cadena que me dio cuando cumplí quince años. Sobre las pastillas que me encontró y cuya propiedad negué, pero que sin embargo eran para mí. Acerca de esos mensajes de texto comprometedores en el celular, cuyo destinatario fingí no conocer. Además, ¿cómo contarle de mi viaje a Tixtla sin pedir permiso, para ver a quien era el “amor de mi vida”?
     Ya entrada en confesiones, también apetecería decirle a mi madre, que el 24 de febrero de 2008 no fui a Huitzuco a realizar una tarea, sino a Iguala, a pasear con mi novio. Y aquella ocasión en que llegó a casa y encontró un nuevo miembro –un hermoso e indefenso gato–, que dije que había llegado solo, en realidad estaba allí porque yo lo había llevado. No obstante, argumenté aparentando ingenuidad: “ya pregunté a las vecinas de quién es, y no aparece el dueño”; ¡cómo iba a aparecer si era yo quien quería proporcionarle un nuevo hogar al minino!
     Ignoro si mi mamá ya conocía algunas de las cosas que aquí he mencionado. Lamento, a pesar de mi repentina honestidad, no poder confesarle algunas otras mentiras, por la importancia que tiene para mí guardar el secreto. No obstante, es posible que el valor que ella le otorgue a cada una de las cosas que sí he dicho, haga que las tome en consideración a mi favor. Aunque he de admitir que cada una de las experiencias sobre las que he mentido, ha sido en verdad memorable.