jueves, 28 de abril de 2011

Mi infancia


Hermes Castañeda Caudana
Mis primeros seis años, mi tía María y mi madre me llenaron de mimos porque yo no podía caminar. Utilizaba un pesado aparato ortopédico para no caer, porque mis pies tenían una postura tal que cada uno de mis pasos sin ellos, desafiaba las leyes de la física, admirablemente. Quizá por eso, o tal vez debido a mi resistencia ante tener que separarme de las mujeres que me cuidaban tanto, no asistí al jardín de niños. Sin la perseverancia de mamá, tampoco habría ido a la primaria. Los primeros días de clases en que mi madre puntualmente iba a dejarme a la escuela, a fin de que yo fuese ilustrado, volvía tras ella presuroso y corría a refugiarme en la casa de mi tía, junto a la de mis padres. Sabía que en mi tía Mary siempre encontraba una cómplice, que me excusaba y protegía de los regaños. Yo pedía permiso a Doña Raquel para salir a comprar útiles escolares, que fingía haber olvidado. ¿Y por qué llevas tu portafolio? Me increpaba la celosa guardiana del portón de aquel recinto. ¡Es que si lo dejo me lo quitan! Yo respondía entonces, y ella, quizá engañada por mi expresión de candidez, sin más, me dejaba escapar. Más adelante, paradójicamente, descubrí en las clases la mayor de mis aficiones. ¡Apúrate, se nos hace tarde! Decía después con prisa a mi hermana que iba en sexto grado, cada mañana a punto de irnos juntos hacia la primaria. Todavía recuerdo el olor a madera de los lápices y los colores de palo. En el recreo había ricas enchiladas con salsa de jitomate y nieve de limón que vendía Don Federico, o Perico, como era conocido aquel mago de los helados por los zamoreños, tal vez porque su carrito de madera era tan verde como la mejor nieve del lugar, que él mismo preparaba.
     No recuerdo momentos de aquel entonces junto a mi padre. Tal vez perdimos muchos años y por eso cuando al fin iniciábamos a conocernos, el tiempo ya no nos alcanzó.
     Más cercana a mí que mi hermano diez años mayor –ya para ese tiempo lejos de casa–, mi hermana actuaba condescendientemente conmigo y solíamos jugar. No obstante, ella tenía ya intereses distintos a los de un pequeño cinco años menor. Mi mejor amigo se llamaba Mauricio. Junto a él, cultivé mi afición por los cochecitos de carreras y por las gallinas miniatura, que en Veracruz se llaman curros. También tuve patos, pericos, perros, gatos, palomas, pichones y primaveras. Heredé de mi madre el gusto por los animales, que hasta hoy, aprecio como grata compañía. Aprendí a nadar desde muy pequeño porque nací cerca del mar e íbamos a menudo a la playa. Para mí fue natural dar las primeras brazadas en Tecolutla y descubrir que lograba mantenerme a flote. A mis siete años, también ya corría velozmente. A los trece, antes de mudarnos a Iguala, yo participaba en competencias de velocidad para sorpresa de quienes alguna vez dijeron a mi padre, que su hijo nunca caminaría. Sin embargo, no todo en mi niñez fue grato. En mi familia hubo momentos de crisis que todavía recuerdo. En mi infancia conocí el miedo. Aprendí a temblar ante los gritos y las peleas en casa. En la escuela, un día me cansé de ser acosado por otros niños y usé mis puños para defenderme. Por primera vez, decidí enfrentar mis temores. A la vez, utilicé mi apariencia de desamparo y mi dedicación al estudio, para volverme el preferido de mis maestras y sentirme nuevamente protegido, como en casa. Hace diez años que no regreso al lugar donde crecí. Mi tía María ya murió, mi amigo Mauricio no sé a dónde se fue y mi maestra Marina, la mejor que tuve jamás, se mudó a vivir a Xalapa. Las constantes y devastadoras inundaciones ahuyentaron a muchos, por ello la ocasión más reciente que estuve en Gutiérrez Zamora, había tantas casas abandonadas a orillas del río. Al caminar entre la gente, ya nadie me reconoció. Allá viven muchos familiares, sin embargo, mis lazos hacia ellos se hicieron débiles porque nuestras vidas se distanciaron. Por eso cuando voy, sus rostros se me pierden entre los de las demás personas, que tampoco recuerdo ya. Evoco a menudo las vivencias de mis primeros trece años de vida. Supe desde que dejé mi tierra, que nunca las olvidaría. Por eso lloré durante diez horas seguidas a bordo de aquel camión de mudanzas con mis pericos sobre mis piernas, resguardados en una cajita de cartón. Siempre me he preguntado cómo se siente vivir en el lugar donde transcurrió tu niñez, y que a la vuelta de la esquina esté la tienda donde comprabas un peso de galletas de grageas, o dulces de anís y menta. Con qué orgullo exclamaría al caminar en compañía de algún amigo por el barrio de San Francisco, ¡ésa es mi escuela primaria! ¡Mi salón era aquél! Cómo quisiera mirar otra vez el centro de la ciudad desde el balcón de aquella casa que ya no es mía… Mis recuerdos son dispersos, tal vez porque se quedaron regados junto a mi infancia en las calles donde crecí. Quizá deba volver y recogerlos uno a uno. Tal vez pueda cobijar al niño que fui, entre mis brazos, para que de una vez por todas cesen sus sollozos. Posiblemente entonces, dejen de dolerme tanto los recuerdos.

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