lunes, 22 de agosto de 2011

Mi espacio profano



Rocío Hernández Maldonado
Cuando entro en mi casa, sé que atravieso el umbral hacia un lugar que me hace sentir segura, tranquila, dueña, sabia. Ahí tengo mis espacios preferidos: un improvisado taller para ejercer algunos de mis talentos; el rincón donde está la compu, confidente de mis sueños y recuerdos, jaula de mis demonios, génesis de mi quimera; la terraza con su luz y su perfume; ámbitos en los que ejerzo mi apego por un sinfín de cosas: mis libros, mis cidís, mis caracoles, mis ranas, mis cactus.
     Mis espacios, que yo creía completa y afortunadamente profanos, ahora intuyo que están consagrados, no sé a qué, pero ahí están:
     El atrio, instalado en la terraza, con la campana que avisa el movimiento de la reja, rodeado de verdor, de vida, de cactáceas, crasuláceas, visitado por gorriones y coconitas, donde cada domingo, religiosamente, realizo una ceremonia de purificación con abundante agua, donde cada cambio de estación llevo a cabo un ritual de fertilización, donde siembro semillas y mi atonitud se alimenta con el milagro de la vida, donde hablo con las plantas e impido que una paloma construya su nido sobre la lámpara que, con su forma de estrella, me permite ser dueña de una parte del cosmos.
     La catedral, que antes era mi casa, con sus distintos altares y diversas advocaciones: la nave mayor, ocupada por los libros agrupados en diferentes capillas, recinto en el que exhibo el cuerpo de la escritura en custodias de papel; el altar de los caracoles con una Trinidad dominada desde lo alto por un Nautilus que se encuentra dentro del nicho otrora ocupado por un Judas Tadeo que ya habita otro espacio, en la nueva casa del que fue mi esposo, altar con caracoles menores, algunos fosilizados, todos de perfección divina; el altar de las ranas que se vio mermado a consecuencia de un huracán de emociones, con ofrendas traídas de lejos por amigos y familiares en honor a mi devoción.
     La sacristía, espacio de mis talleres, resguardo de los enseres para mis diferentes ritos, punto del que emerge la belleza que quiero dar a mi vida, sitio en el que doy por cierta la conexión entre mis manos y mi corazón y quizás con eso que se llama alma.
     El coro, que a falta de órgano monumental, atesora no sé cuántos discos compactos, de música sacra todos ellos si se toma en cuenta que son producto de la  inspiración del espíritu, fruto del hálito divino.
     Las criptas, habilitadas en el ropero de cedro, lugar donde reposan el sueño de los justos mis viejos discos de acetato, los álbumes de fotografías, y cien rollos de negativos, algunos recuerdos de infancia, la ropa que ya no uso; osamentas del pasado, restos áridos del olvido, reliquias de mi familia.
     El confesionario, habilitado en el rincón de la computadora, es la zona de reflexión donde escribo mis plegarias, analizo los pecados cometidos y enlisto los que quiero cometer; origen de los conjuros que hablan de mi erotismo; resguardo de la narración de mi propia historia sagrada, la escrita con la sangre de mis ancestros y de mis descendientes, sangre de mi corazón con alas. Sangre de mi propio cuerpo, bautizado, descreído.