domingo, 3 de julio de 2011

¡Yo me lo llevo, yo me lo llevo!


Viviana Castrejón Reyes
– ¡Yo me lo llevo, yo me lo llevo! –Valientemente, grité esta frase, sin sospechar la barbaridad que me iba a pasar…
     Yo tenía ocho años cuando, cierto día, mis papás cerraron el negocio familiar para dirigirnos a casa. Mi mamá iba con su clásica bolsa del mandado, mi hermano con su típico balón de basquetbol y, mi papá, sosteniendo de su correa a nuestro pastor alemán, llamado Káiser. Sucedió que yo le dije a mi papá con mucha alegría, “¡yo me lo llevo!”, y todos se negaban; me decían: “¡No!, te va a arrastrar”, “¡te va a llevar como corbata!”; en fin, lo que me parecían diferentes pretextos para no dejármelo. Sin embargo, minutos después –con mi rostro angelical–, convencí a todos para que me prestaran al Káiser. En seguida, mi papá metió la correa en mi muñeca.
     La calle estaba apenas iluminada, por un foco lleno de mosquitos que se encontraba en la esquina. Todos tenían cara de incertidumbre, quizá pensando en lo que sucedería cuando el Káiser comenzara a caminar. En ese instante, de la nada, apareció una sombra misteriosa que pasaba frente a nosotros. Al percibirla, Káiser tomó una postura defensiva; sus orejas se pararon más de lo normal y el pelo de su lomo se erizó, ¡yo me saqué de onda! ¡No sabía lo que le sucedía!
     Entonces un gato apareció frente a nosotros. Las miradas de odio entre el gato y el Káiser chocaron. El felino parecía hacer una cara de burla a mi perro, como retándolo. En milésimas de segundo, Káiser se aceleró para corretear al gato y me arrastró por el suelo. Las pequeñas piedras esparcidas en la calle golpeaban mi rostro, quizá alguna popó de otro perro se me impregnaría en la cara –eso pensé–; yo, nada más escuchaba a lo lejos los gritos de mamá y papá. A mi hermano era el único a quien no oía, ¡quizá se estaba burlando de mí! A coro, mis padres gritaban repetidamente: – ¡Suéltalo, Viviana! ¡Suéltalo!
     Cuando por fin atiné a soltar la correa, me quedé ahí, tirada, con las lágrimas casi de fuera. Inmediatamente, me alcanzaron mis papás para ver cómo estaba. Por fortuna, yo nada más sentía las piedras encajadas en las rodillas y codos. Pensé que mi rostro estaba ensangrentado o lleno de popó de otro perro, pero no, simplemente tenía mucha tierra impregnada y sentía un terrible dolor, al igual que en todo mi cuerpo.
     Cuando me paré del suelo, en lo único que pensaba era en qué me dirían todos, ¡se burlarían de mí! ¡Me regañarían! No lo sabía, muchas cosas pasaron por mi cabeza. Pero a pesar de mis temores y el estado en que me hallaba, lo primero que hice fue acariciar a mi perro, y decirle: – ¡Te quiero mucho! Aunque me hayas arrastrado por la calle y revolcado en la tierra porque, a pesar de los golpes y rasguños, con esto me darás de qué hablar, ¡por una eternidad!