viernes, 17 de junio de 2011

Una torta de milanesa con mucha crema


Consuelo Ruiz Castañeda
Raro título para hablar de mi padre, ¿verdad?
     Él no fue cariñoso con nosotros sus hijos, dos mujeres y dos hombres. No lo recuerdo preguntándonos por la escuela o por lo que nos hiciera falta, él vivía en su mundo. Para hacerse cargo de lo que él y nosotros necesitáramos, estaba mi madre.
     No, mis padres no estaban separados ni divorciados, vivíamos todos en la misma casa y compartíamos –todos–, la obligación de trabajar en el negocio familiar: un puesto de comida en un populoso mercado del Distrito Federal.
     En esos años cuarenta, cuando yo tenía doce, no se había instituido el día del padre y, si hubiese existido, yo no habría sabido qué regalarle. Al paso de los años he ido entendiendo que mis padres fueron producto de la época, de las tradiciones y de la educación recibida.
     Ahora les contaré el porqué del título: Aunque teníamos un negocio de comida, no se servían cenas y acostumbrábamos ir a un lugar particular al que nos llevaba mi papá y que a todos nos gustaba mucho.
     Cerca del templo de Santo Domingo, en el Centro Histórico de la Ciudad de México, se instalaba un camión de pasajeros sui generis; estaba acondicionado para la venta de tortas, café y refrescos. Lo abordábamos como un camión normal, pero dentro tenía alrededor unos mostradores y unos banquitos. En seguida pedíamos nuestras tortas; a mí me gustaba la de milanesa, le ponían mucha crema y la acompañaba con  un café con leche, ¡me sabía deliciosa! Recuerdo que la presencia de mi padre me agradaba mucho. ¡Estábamos compartiendo un momento tan lindo!, me sentía tan bien con él a mi lado, tan protegida, que a partir de entonces, cada vez que me es posible, procuro disfrutar una torta de milanesa rebosante de crema, porque siempre evoco esos momentos de felicidad y no ha dejado de saberme riquísima.
     Otro recuerdo que tengo de él, es de un día que nos llevó a una carpa donde se presentaban los títeres de “Rosete Aranda”. Cuando entramos, los títeres estaban cantando a coro esa canción que se llama “En un bosque de la China”, que años después revivió “Cepillín”; sin embargo, la melodía que me hace volver a ese día feliz, es “El vals de la bella durmiente”, que interpretaban en el intermedio; ¡ahora me parece tan dulce y evocador!
     Mi padre murió joven, a los cincuenta y seis, y siempre dijo que él era el hombre de la casa y que sólo por el hecho de serlo, merecía que lo respetáramos y lo obedeciéramos, pero cuando el alcoholismo lo hizo su víctima, nos perdió el respeto y nosotros a él también; y así nos perdimos los unos a los otros.
     Qué pena que ocurran estas penosas situaciones que ya no se pueden remediar, pero a pesar de todo siento que fui afortunada, porque tuve un papá al que recuerdo en los momentos felices. El día del padre elevo una oración y la hago acompañar de ese cariño que no supe darle en vida y que espero que ahora reciba en donde se encuentre.

domingo, 12 de junio de 2011

Regalo inolvidable


Zaraí Pina Bravo
Al ser niño, lo que uno más desea es un juguete para divertirse y disfrutar su infancia con él. Cuando era pequeña y empecé a entender la vida, ¡anhelaba tanto un juguete! En especial me habría gustado que fuera una muñeca, a quien platicarle todas mis cosas: mis inquietudes, problemas, angustias, temores, deseos y alegrías, en fin, todo lo bueno y malo que me sucediera en el transcurso del día.
     Pasaron uno, dos, tres, cuatro… perdí la cuenta de los años sin tener un juguete, como esos que los niños reciben “el día del niño” o cuando se celebra a “los santos reyes”, y que mis amiguitos o vecinos jugaban con tanta alegría en el patio de su casa o en la calle. Por supuesto, no faltaba aquel pequeño que me presumiera sus juguetes y, con ello, me sentía muy triste, hasta que afortunadamente había alguien que me los prestaba y jugaba conmigo.
     Recuerdo perfectamente que en esa época, las maestras pedían a todos los alumnos que lleváramos a la escuela los juguetes que nos habían comprado, para comentar algo sobre ellos.  Así que uno por uno iba explicando lo que le habían regalado y, cuando me tocaba a mí, no tenía más que inventar que mi juguete se me había olvidado en casa, porque me daba pena que mis compañeros se fueran a burlar de mí.
     Estaba muy chica para entender las razones de que mis papás no me compraran esa muñeca que tanto les había pedido. Hasta llegué a pensar que no era su hija o que no me querían, sin embargo, siempre supe que ninguna de estas dos cosas era verdad. Mis padres, después me explicaron la situación. Éramos muchos hermanos y, al comprarme algo a mí, también tendrían que haberles dado un juguete a ellos, lo cual no estaba a su alcance.
     Así pasaron varios años, sin que mis manos recibieran un juguete por parte de mis padres; hasta aquella vez, en una noche hermosa, cuando ni siquiera imaginaba que me sorprenderían con un grandioso obsequio. Era la fecha en que los “santos reyes” dan regalos a los niños. Mi papá y uno de mis hermanos mayores venían de trabajar y traían, en una caja forrada, un juguete para mí. ¡Era la muñeca que tanto había anhelado y que pensé, jamás recibiría! Al verla, mis ojos se llenaron de lágrimas y mi corazón de alegría. Extendí mis manos para recibirla y, con voz temblorosa, dije:
     – ¡Gracias por regalarme esta linda muñeca y cumplir uno de mis sueños, papá! Aunque él no me respondió, estoy segura de que también estaba contento al verme feliz. Después de ese día, cada vez que se podía vinieron más regalos; ropa, zapatos y más juguetes, entre otras cosas. Pero esa muñeca, ya con pocos cabellos y su vestido desgastado de tanto jugar con ella, no deja de ser el “regalo inolvidable”. El juguete preferido de mi infancia, que siempre recordaré con cariño el resto de mi vida.