miércoles, 27 de abril de 2011

38 años


Hermes Castañeda Caudana
El aroma del café matutino, las chamberinas recién horneadas de Doña Petra, el olor de los libros nuevos. El prodigio de una idea para escribir, que golpea mi mente. La música de Haendel, las canciones de Enrique Quezadas, las novelas de José Saramago. Una caminata por las calles de Taxco, en busca de un cuarzo para aliviar mi tristeza. Las palabras de aliento que me salvan el día, aquel recuerdo que me provoca una sonrisa; la añoranza por un viejo amor, que termina en suspiro. Los lengüetazos de Arles y Argos al despertar, el canto de los pájaros que visitan mi cirián, el sol que entra a mi casa hasta la mesa donde escribo. La generosidad de mis amigos, los sinsabores que me vuelven fuerte; las caricias de mi madre: el primer gran amor de mi vida. El agua tibia que me limpia el alma y el cuerpo, del cansancio; la satisfacción después del trabajo arduo; la felicidad de mirar mis ideas, impresas en papel. Los cuentos de José I. Delgado Bahena, las pinturas de Rosario Román Alonso, las palabras valientes de Lupita Calles y la belleza en los escritos de Rocío Hernández Maldonado. El cariño de mi amiga Rosa Ilda.
     La seguridad de TU AMOR, matizado por las constantes peleas que sin embargo, siempre nos devuelven una relación fortalecida.
     Las ferias de libros y mis películas favoritas, vistas no sé cuántas veces. El sabor de las mandarinas, un abrazo fuerte y sincero, los lentes con que miro el mundo; la sensación de la ropa limpia, en mi piel. Los guisos de mi madre, los baguettes del Café Sasha, los textos sabios de Chelito, los regaños de Rosa Nissán porque no sé escribir. La confianza de mis estudiantes, en que puedo enseñarles algo valioso. Las ansias de aprender, reflejadas en un par de ojos vivaces que se abren grandes, recordándome que existe la sorpresa. El escalofrío al dar vida a estas líneas, las fotografías de Fernando Parra, los exquisitos platillos de mi amigo Rodrigo, las quesadillas de sesos de Doña Quichis –junto con sus regaños–. Las nieves frente al zócalo de Iguala, el atole agrio en el parque de Gutiérrez Zamora y el zacahuilli calientito, en el mercado de Papantla. El primer ladrido de Niza, ayudar a nacer a un pollito; la fascinación de las noches de cocuyos y luciérnagas en el lugar donde nací, que permanecerán por siempre en mi memoria. Los sabrosos pasteles de Blanca, las inigualables comidas en casa de Male y Javier, el pollo con crema de mi hermana Chely, el “pastel Carlitos” que horneaba la abuela… y el aroma de sus puros, en aquellas noches en penumbras, alumbrándome con sus recuerdos. La combi con puertas corredizas, repleta de chocolates “Carlos V”, que me regaló Doña Lupe en un día de Reyes. Los libros que aún no traigo a mi nueva casa, porque tengo dividido el corazón. La primera conversación con mi padre, a mis 24 años –y sus enseñanzas, que atesoré ya  tarde–. Los consejos de mi hermano; las boletas con dieces de Axel y Carlos, a quienes tanto quiero. Mi primera comunión, de la mano de mi tía María; la tarde en que bailé el vals al terminar el sexto grado, y las lágrimas durante todo el viaje de mudanza hasta Iguala, a mis trece años. La llamada de Rafa, proponiéndome una nueva vida profesional; la voz de Carmen anunciándome mi adscripción a la escuela que quiero tanto; mis exámenes de licenciatura y maestría, y la emoción de mis primeros días de clases, como estudiante y como maestro. La espera por una mejora laboral que no llega, la desesperación de los días en que amanezco apenas con el dinero para ir hasta mi trabajo; la esperanza en que todo mejore, en la que me sostengo para seguir adelante. Las excursiones con mi maestra Marina, cada clase con Ethel Krauze, y el deslumbrante intelecto de mi amigo Humberto. La bondad de mi madre, más grande que todo el universo. Los meses que viví en España y el sueño profesional que cumplí en Celaya. Los amores frustrados, los no correspondidos, los imposibles, los ingratos, los impensables. El mail de Aarón Pliego aceptando mi propuesta para crear una nueva columna; la confianza de Yeny Marchán, que cree en mis ideas. Los textos en que mis estudiantes descubren su talento creador. Leticia leyendo por primera vez, en mi primer año como maestro; los chistes de mi amigo Roberto; las opiniones de Roque, siempre polémicas y divergentes; el hambre de ser mejor que me inspiró Marisol, en la azotea de aquel edificio en Madrid. El vino rosado y los caballitos de tequila, en las tertulias con mis amigas; el ante de leche que hace mi madre, los postres de la tía Aurora; mis sándwiches con jamón y durazno, a falta de algo mejor en mis días de breve independencia. La carne tártara que hacía papá, a quien tanto extraño. Mis primeros pasos sin los aparatos ortopédicos, mi primera noche de amor y la vez que sentí el alma apretada, por mi primera desilusión. La descarga eléctrica de cada pensamiento, con que soy menos ignorante. El privilegio de asir un lápiz, de mirar los colores, de oler la tierra mojada y los jazmines. La explosión de sabor de las guayas y el zapote domingo, que tanto extraño de mi infancia en Veracruz. Son tantas, tantas cosas por las que mi vida ha valido la pena.

1 comentario:

  1. Recibe un cordial saludo, haces de tus escritos memorias históricas.

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