jueves, 28 de abril de 2011

La vida sin mí


Nixie Hernández Escalera
Si me quedaran dos meses de vida, posiblemente pensaría en lo que no he podido hacer, aquello con que me quedé con ganas de probar, los lugares que me gustaría visitar y posiblemente, me angustiaría el poco tiempo que me queda para tantas cosas que tendría que hacer.
     Pensar en la muerte nunca ha sido mi prioridad, no sé si porque me sienta inmortal como un vampiro, porque creo en la reencarnación o porque desde pequeña aprendí que cuando la gente muere nunca se va realmente. De cualquier manera, a mi esposo y a mí nos gusta decretar que el día que dejemos este plano, será cuando nuestra niña haya crecido lo suficiente para ser independiente y valerse por sí misma, cuando le entreguemos las armas necesarias para poder desenvolverse en este mundo.
     Las pocas veces que hemos hablado de la muerte, ha sido para arreglar la documentación que sabemos que tenemos que tener en ese momento, pero no llega a más; solamente a mis amigos más cercanos les he dicho lo que deseo en mi altar para la fiesta del 2 de noviembre: una botella de whiskey, de la que sea menos de Jack Daniel's porque no es escocés y sabe a rayos; mis inseparables cigarros de vaquero maricón, como les dicen porque prefiero los light y de sabor suave, una coca cola envase de vidrio, unos huaraches de los que venden a la vuelta de la casa de mi tía Inés, porque están buenísimos y no puede faltar un buen rock. Todo esto bajo la amenaza a mi primo de que debe cuidar que nadie se coma mi comida ni se beba mi whiskey antes de que llegue, o vendré a jalarles los pies en las noches, no importándome si están durmiendo solos o acompañados.
     Fuera de este comentario, no hay nada más, pero como tengo que escribir acerca de mi propia muerte, no me queda más que  analizar en las personas que quisiera haber conocido y que no pude hacerlo, ya sea porque estaban fuera de mi alcance o simplemente se adelantaron en el camino; pensé inmediatamente en María Sabina, la sacerdotisa de los hongos, la santa como la llamamos algunos como muestra de respeto; mi marido tuvo la enorme fortuna de conocerla, y cada vez que le pregunto cómo era, su respuesta es la misma, era un ser lleno de luz, que tuvo el acierto de dedicar su vida y las habilidades que el universo le otorgó a ayudar a otras personas a encontrarse a sí mismas, practicando la bondad y la tolerancia a los demás, creo que se merece realmente el título de santa, sin necesidad de estar colgada en una iglesia.
     Pensé también en John Lennon, en su música, en sus letras, en todo el legado que ha permanecido aún después de su muerte y que pareciera que no va a extinguirse nunca; cuando era niña me tocó ver la noticia sobre su muerte, desde entonces creo que cuando la dama de blanco llegó lo hizo de forma muy injusta para alguien que no entendía cual era la razón de la guerra y que manifestaba abiertamente que era inconcebible que tuviéramos que escondernos para hacer el amor y podíamos matar a alguien a plena luz del día.
     A mi mente vino también Salvador Dalí, con sus ojos impresionantes y sus excentricidades, pintando siempre, encerrado en su propio mundo y albergando en su pincel y en su cerebro a su diosa gala, presente en todo momento, con un amor que mucha gente tacha de enfermizo, pero que solamente quienes viven una pasión de esa manera, pueden ser capaces de entender lo absurdo y sublime a la vez que es la pasión y el amor por otra persona.
     No puedo dejar de recordar también al comandante, al Ché, el santo de América, con una fuerza tan impresionante en su mirada que tuvieron que cubrirle el rostro aún después de muerto, porque quienes le dispararon no se atrevieron a cerrarle los ojos y no soportaron mirarlo a la cara aunque él ya había fallecido; siempre he imaginado que sigue cabalgando en las montañas de América, y siempre le he pedido también que no permita que se callen nuestras voces o que guarden silencio las guitarras, como lo decía Mario Benedetti en su padrenuestro latinoamericano: “no nos dejes caer en la tentación de olvidar o vender este pasado, o arrendar una sola hectárea de su olvido…”.
     Podría seguir mencionando a muchos más personas que de una u otra manera han marcado mi vida por su arte, por su filosofía, su manera de vivir, o simplemente porque se atrevieron a ser diferentes, personas  como Frederick Nietzsche y su existencialismo, Gandhi y su pacifismo, capaz de liberar a todo un pueblo, Kurt Cobain y su rebeldía a través de la música, lástima que tomó la decisión de irse tan pronto, Frida Kahlo y sus infiernos personales, plasmados en un lienzo, Elena Garro y su realismo mágico, sin faltar, claro, Jim Morrison, el rey lagarto.
     Una de mis canciones favoritas, dice en uno de sus párrafos: “y los muertos aquí la pasamos muy bien, entre flores de colores, que los muertos aquí es tienen que estar, y el cielo por mí, se puede esperar…”; si, después de tanto tiempo, resulta que lo que dice esa canción es cierto, que cuando falleces, no te vas, sino que te quedas, y además de eso podrás por fin ver y quizá hacer las preguntas que durante tanto tiempo guardaste a la gente que te impresionó durante tu vida… quizá  no sea tan malo morir… el cielo, también por mí, se puede esperar…

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