domingo, 24 de abril de 2011

Vaciar la casa

Julieta García de León
Mi vecino es un hombre solo y desdichado. Por la mañana muy temprano la lluvia de sus lamentos aterriza en mi sala. Después, escucho cómo se desata una tormenta de improperios dirigidos a un fantasma o tal vez a sí mismo. Vive solo, no soporta la compañía de nadie. A sus setenta y ocho años es soltero y dice no tener familia. De joven fue un pintor que no alcanzó la fama, ni tuvo un hijo, ni un amor que lo enraizara a la vida. El vacío existencial lo tiene cogido por el cuello y ahora que está enfermo y viejo trata de “vaciar la casa”.
     Se cree que la vejez es un tramo apacible de la vida. Esto no es verdad para todos: suele ser terrible para aquellos que no se han dado a otros o que debiendo hablar se callaron. La contención de los sentimientos, que ha durado una vida entera, misteriosamente se desborda, las paredes de la presa ceden. El arrepentimiento por todo lo que no se hizo o dijo se actualiza como una llaga que socava el alma. En su obra, El libro de los abrazos, Eduardo Galeano relata un caso parecido. Cuenta que la abuela de Bertha Jensen había vivido toda su vida como pidiendo perdón por molestar, consagrada al servicio de su marido y de sus hijos y que era un ejemplo de virtud. Cuando la enfermedad la derribó, llamó al marido, lo sentó en la cama y empezó a vomitar insultos. Ella que nunca había fumado, ni bebido nada que no fuera agua o leche, hablaba como un marinero borracho y puteaba con voz ronquita. Y así maldiciendo murió.
     No quiero decir que no haya que putear, sino que hay que hacerlo a tiempo. Es un error muy grande guardar silencio ante la injusticia y el  abuso.  Hay que arriesgarse. Decir con claridad y en el momento justo lo que queremos. Hacer lugar a nuestras necesidades y deseos; conservar los afectos y las alegrías en el presente, que es el único tiempo que en realidad tenemos. Reconocer a ese “otro” que llevamos  dentro, aceptar que somos luz y que también podemos ser oscuridad muy densa.
     Desde ahora quiero sacudir el polvo, poner en orden los armarios. Dejar atrás lo que ya no sirva. Prepararme para el gran viaje, arreglar las cuentas, pasar las facturas a quienes corresponda y pagar las propias. Quiero que la muerte venga a buscarme y me encuentre con la casa limpia, en paz conmigo y con el mundo. Con un abrazo despedirme de los míos, dar las gracias a mis amores por haberme acompañado, que mis palabras sean de gratitud por mi vida bien-vivida, cerrar los ojos; que mi mente esté despejada y mi alma en calma dispuesta a abordar la barca que me ha de llevar hasta la otra orilla.
     La abuela por exceso y mi vecino por defecto, perdieron el sentido de la vida.  En cuanto a mí, no quiero perder el viento favorable que empuja mi barca y morir mal-diciendo.

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