domingo, 11 de septiembre de 2011

11 de septiembre


María Guadalupe Calles Salazar

11 de septiembre de 1973
Me acabo de casar el ocho de septiembre de este año. Antonio y yo estamos de luna de miel. Él quería que fuéramos a algún lugar tradicional como Acapulco o algo así. Pero yo le he dicho que quiero que conozca el rancho adonde algunas veces he venido a pasar parte de mis vacaciones.
     Está entre Jalisco y Zacatecas. Me encanta este lugar. Se llega a Fresnillo por autobús y después se toma un camión que hace otras tres horas a otro pueblo cercano que ya está en Jalisco. Y de ahí  a pie –pues no hay transporte–, se  tienen que caminar otras dos horas para llegar a este lugar.   
     Aquí me gusta porque es diferente a lo que estoy acostumbrada; es silencioso, poco habitado y los amigos que viven aquí son muy afectuosos conmigo. La casa es amplia, mi amiga adornó la sala con papel picado de color blanco para recibirnos. Están tan bien elaboradas las figuras en el papel de china que parecen encajes lo que cuelga de la mesa, las repisas y sillas de esta habitación. Es un hermoso y cálido ambiente para nuestra luna de miel.    
     Pero hay desventajas: no hay agua potable. La escuela se encuentra en un viejo casco de una ex hacienda que está en ruinas, y por supuesto tampoco hay sanitarios. Eso es lo que más ha extrañado Toño desde que llegamos aquí.
     Le horroriza tener que meterse entre la milpa para llevar a cabo sus necesidades fisiológicas. Más en las noches. Pero creo que está enamorado, entonces aguanta todo y se deja llevar por lo que yo digo. No creo que entienda por qué me gusta  estar aquí, a pesar de que hemos vivido cosas lindas estos días.
     Pues nos hemos bañado en el río viendo las montañas de la Sierra Madre que parecen de color rojo cuando les da el sol. Y tenemos todo el tiempo del mundo para nosotros dos solos. La señora de la casa se retira discretamente apenas empezamos a besarnos él y yo...                                                   

11 de septiembre del 2001
Manuel está durmiendo mientras prendo la radio quedito para no despertarlo. Después de dieciocho años de no vernos, él y yo volvemos a reencontrarnos. Ha venido a México, pues  vive en los Estados Unidos y me ha acompañado, junto con Memo, uno de mis amigos más queridos –y con el que comparto la  lucha política–, a tomar unas fotos para el trabajo de la tesis de Ana. Conocí a Manuel en 1982 cuando me andaba divorciando de Antonio. El separarme de mi pareja, con quién  ya tenía tres hijos, fue un golpe muy duro.
     Mi madre me decía: “que el hambre te tire, pero que el orgullo te levante”. Así lo hice. En uno de esos días en que estaba lamentándome de mi separación me pregunté qué me gustaría o qué había dejado de hacer, por casarme con Toño. Me respondí que estudiar era lo que más me gustaba. Decidí intentar regresar a la Facultad de Veterinaria, aun con tres hijos y trabajando. En los primeros días conocí a Manuel, en la clase de Genética. Nos había tocado parados pues no había lugares suficientes para sentarnos y habíamos llegado tarde.
     Su sonrisa es, después de todos estos años, lo que más me gusta de él, y lo que me enganchó cuando me saludó por primera vez. A la salida de la clase le presté mi cuaderno, le faltaban algunos apuntes, y quedó de devolvérmelo al día siguiente. Así empezamos a vernos en la escuela. A pesar de que le conté que estaba divorciándome y que tenía tres hijos, desde el principio me trató con toda la ternura y delicadeza que él tenía, como si fuéramos novios adolescentes.
     Me hacía las tareas sin que yo se lo pidiera pues decía que entendía que yo tenía mucho trabajo y nos divertíamos  juntos. Su amistad fue una gran ayuda en el proceso de mi pérdida. Me hacía sentir tan fresca, tan joven, tan valorada, me tenía tantas consideraciones. Y, ¿que pasó? Que obviamente me enamoré, y hasta le  puse su altarcito.                                            

11 de septiembre de 1973
Lo que nunca he dejado de traer a este lugar es mi radio, porque como no hay ni televisión, ni periódico ni nada más, este aparato es como un cordón umbilical, que me mantiene unida con el mundo en el que me he criado, el que conozco.
     Casi siempre escucho Radio Mundo, que es una estación donde pasan música de todo el planeta. Así he conocido canciones muy bellas: italianas, francesas, brasileñas, etc., de los cincuentas. También conocí a Silvio Rodríguez de Cuba.
     Aunque en este lugar no logro sintonizar esta estación lo pongo en alguna que me guste más o menos y así ya de “un rancho al otro” se ha vuelto una de mis canciones favoritas y también otra que habla de la nostalgia de la gente que se va a trabajar al norte.
     Hoy Toño y yo estamos platicando en el patio de la casa. El radio está prendido, como siempre y medio lo oímos. Nos acompaña uno de los hermanos de la señora dueña de la casa.
     Son campesinos, y el muchacho, que viste huaraches y pantalón de manta, nunca nos dirige la palabra. Es casi de nuestra edad, es decir, tiene menos de veinte años. Cuando yo venía sola a veces trataba de platicar con él, entonces la señora u otra de las hermanas de este muchacho le decían: –¡Vete de aquí!
     Varias veces lo corrieron cuando él tímidamente se me acercaba. Hasta que un día en tono de burla les dije:
     –¿Por qué no nos dejan platicar, qué mal le puedo hacer a su hermano?            
     –Uy no Pipis –me dijo la señora–, sus papás me la encargaron mucho, no sea que el diablo meta la cola.
     Eso había pasado dos años atrás, y ahora que venía con mi marido tampoco nos hablaba. Ya no lo corrían cuando se acercaba, pero permanecía siempre callado. Sólo medio se sonreía con alguna broma pero nada más. Nos oye platicar porque a  pesar de que Antonio y yo, duramos once meses de novios, ahora que nos casamos siempre tenemos de qué hablar.
     Él tiene diecinueve y yo diecisiete años. Pero creo que no terminamos de saber todo el uno del otro, por eso hablamos y jugamos casi todo el día. Mas hoy intempestivamente algo pasa en la radio, pues la voz del locutor se escucha un poco alterada.
     –¿Qué dice? –le digo a Toño– Súbele, parece que es un flash importante.
     El locutor anuncia: “flash informativo, derrocaron a Salvador Allende en Chile. Parece ser que el presidente andino se suicidó…”
                                                                                                                                            
11 de septiembre del 2001
Todos están dormidos, cansados, el día anterior se nos descompuso el carro y además tanto Manuel, tomando fotos, como Memo filmando, habían estado trabajando. Pero al sintonizar la radio, noto algo extraño. La he puesto adonde Nino Canún da las noticias en la mañana, pero en lugar de él está Jacobo Zabludovsky, quién, muy alterado, dice algo de las Torres Gemelas en Nueva York.
     Me cuesta trabajo armar el rompecabezas que las palabras excitadas de este señor forman dentro de mi cerebro. Cuando logro entender mejor prendo muy quedito la tele y veo las imágenes que al principio me causan gran estupor y sorpresa y que, para el medio día, ya me hartarán. No sé qué hacer. Porque la relación entre Manuel y yo es perfecta, claro, mientras no hablemos de política. Él defiende a los Estados Unidos con el alma, y yo no soporto que  piense así.
     Me da miedo cómo lo tome, además está delicado, es diabético, pero se lo tengo que decir. Su madre trabaja en Nueva York, su familia está allá. Voy a la recámara adonde Memo aún duerme. Lo despierto suavecito y le digo: –Memo, Memo, ven mira, algo muy grave pasó.
     Nos sentamos Memo y yo a ver las imágenes, yo todavía no entiendo bien qué pasó, y mi amigo aún no se despierta. Pero de pronto me dice: –¿Desde qué hora prendiste la tele? –Le contesto que la acabo de prender, y pregunta de nuevo. –¿No le vas a avisar a él? –Pero Manuel ya despertó con el movimiento que nos traemos y me grita: –¿Qué pasa Guadalupe?
     Miro a Memo, agarro valor y me encamino a la otra recámara. Tratando  de hablar lo más tranquila posible, le digo:
     –Manuel, creo que alguien atacó las Torres Gemelas.
                                                    
11 de septiembre de 1973
Antonio y yo empezamos a salir de la sorpresa por lo que acabamos de escuchar. Cuba y ahora Chile son mi ejemplo a seguir, mi esperanza. Realmente siento dolor y coraje. Hacemos comentarios. Él más o menos tranquilo, no le gusta tanto la política como a mí, yo, como siempre, muy apasionada.
     En un momento en que callamos, por primera vez, el muchacho que nos acompaña, inicia una plática. Nos dice:
     –Qué mal que derrocaron a Allende ¿no?
     Toño y yo nos miramos sorprendidos. Se supone que este muchacho no sabe ni leer bien, además aquí no hay periódicos ni tele y se supone que él nunca ha salido de este rancho. Cuando mucho habrá ido al pueblo, adonde se abastecen cuando llegan a tener un poco de recursos.
     Lo primero que le pregunto es:
     –¿Tú sabes quién es Salvador Allende?
     Me contesta que el presidente de Chile, un país que está tratando de impulsar el socialismo como sistema económico. No salimos de nuestro asombro mi esposo y yo.
     Pero me mata la curiosidad  y le digo:
     –¿Cómo sabes todo eso?
     Él me contesta con otra pregunta:
     –¿Se acuerda Pipis, de Lupe Reyes?
      Ese nombre lo he oído varias veces. Hago un esfuerzo en mi memoria y recuerdo que la hermana de este muchacho, cuando estaba en mi casa, varias veces me platicó de un hombre que se escondía en la Sierra, porque el gobierno lo andaba buscando. –Pero él es bueno –me decía ella–, por eso el gobierno lo quiere matar. 
                                                                           
11 de septiembre del 2001
Manuel se levanta y viene a ver la tele, se enoja muchísimo y me reclama como si yo fuera la culpable.
     –¿Ya ves Guadalupe, ya ves? Por eso los americanos tienen que defenderse, por eso tienen tanto armamento.
     Me empiezo a enojar aunque mejor quisiera decirle que no peleemos por esto, que estamos reencontrándonos después de muchos años, que yo lo amo y todo eso que estaba esperando decirle, pero ya me picó la cresta y no tengo mucho control.
     Me indigna que los gringos sean tan abusivos. Pero más me indigna que él no lo reconozca. Le contesto molesta.
     –¿Por eso andan invadiendo países y matando niños indefensos?
     Pero como maldición ya han repetido muchas veces las imágenes donde niños árabes, para mayor referencia islamitas, están brincando, según los comentaristas de la tele, de puro gusto por haber matado a muchos “pacíficos trabajadores norteamericanos”.   
     Ahora Manuel tiene el pretexto perfecto para callarme la boca y me dice:                 
     –Míralos, velos bien, son asesinos desde chiquitos, nacen con ese instinto en la sangre.        
      Memo sólo nos mira, quiere intervenir apoyándome, porque también se indigna, pero sólo me hace señas de que me calme. Mis hijos me conocen y mejor ni se meten. Por mi parte quiero llorar, por los niños que han matado, por los muertos, por las pendejadas de los humanos, pero más quiero llorar por este cabrón sentimiento que se está resquebrajando dentro de mí, convirtiéndose en decepción.
     Me siento la Penélope estúpida de Serrat. Sólo hemos pasado un día juntos y se les ocurre a esos pendejos terroristas, que precisamente hoy que nos vemos de nuevo Manuel y yo hagan este atentado ¿puede haber más mala suerte? ¿Para mí o para los dos? Trato de hacer una tregua porque no voy a llorar delante de él y le ofrezco:
     –Si quieres hablar a tu casa, usa mi teléfono no hay problema.
     De muy mal modo me contesta:
     –No Guadalupe, ya me duele la cabeza, mejor vámonos a desayunar a algún lado ¿a dónde podemos ir?
     En el camino nadie se atreve a hablar. Al llegar a desayunar, yo ni hambre tengo, pero me controlo por Ana y Memo. Manuel empieza a tratar de ser encantador de nuevo, y bromea conmigo.
     –Ya monita, ya, me dice, son cosas de la vida.
     Por un rato respiro tranquila y empieza a bajar mi coraje. Pero no sé qué le pasa a este fulano que de pronto empieza a contar que conoce gente en los Ángeles que estuvo en el movimiento del sesenta y ocho, todos nos quedamos a la expectativa; bueno, no habla tan mal de ellos, y la tensión sigue a la baja.
     Pero salta a contar cómo en el Salvador adiestraban niños para que desde pequeños, fueran guerrilleros, asesinos. Le recuerdo que es nuestra raza, que él no es gringo. Memo me mira de frente, parece preguntarse cómo me puedo tratar de entender con alguien tan diferente a mí.
     Reconozco que estoy en desventaja, pues estoy mucho más enamorada de Manuel que él de mí, cuando veo que ya no hay salida amurallo mis sentimientos y, con la calma más hipócrita que reúno en esos instantes, me dirijo a Memo.
     –Ya vámonos. Tenemos que llegar a la movilización –le digo tratando de huir. 
                                                                                                                                                 
11 de septiembre de1973
La señora que ha sido nuestra amiga por años, no sabía o no quería explicarme bien esta historia. Así que yo tomaba la leyenda de este hombre, tipo “Chucho el roto” escondido en la sierra, por ser muy buena gente, como un invento de su lugar de origen.
     Pero cuando estaba en cuarto semestre de CCH, me habían dejado en la clase de redacción que hiciera un foto cuento de algún problema o algo que nos gustara de nuestro país y yo quise hacer ese trabajo sobre este lugar que me gustaba tanto y presentar, por medio de fotos, la belleza de lo natural de este lugar casi salvaje, donde la población todavía no había hecho los estragos que habíamos hecho en la ciudad con su entorno.
     Contraté al único fotógrafo del pueblo y me encaminé entre las casitas, que eran bastante humildes, a entrevistar a los habitantes de este lugar. Pensaba que vivían felices de disfrutar todo lo que tenían. Pero desde que hablé con  la primera señora, empecé a darme cuenta de la realidad que no había visto en las visitas anteriores a este ranchito. Saludé, le expliqué que era para un trabajo de mi escuela,  y empecé:
     –¿Aquí no hay agua potable verdad? –y seguí como en monólogo–, ¿y el agua de sus pozos es tan limpia que de ella beben y cocinan, no?
     La señora me interrumpió en tono de queja.
     –Pos sí maestra, pero vea a mis niños y a los otros. Están llenos de granos, nosotros creemos que por el agua, sabe dios por qué será.
     Así que pensaba que yo era maestra.
     –¿Entonces ustedes quisieran tener agua potable?
     –Pos sabe, pero pos sí ¿no maestra? Ya ve, nos piden dinero para arreglar cosas y ya ve, como la presa; todos cooperamos y la fueron a poner en las tierras del señor ese que es dueño de ese cerro. Luego no llueve bien y pos casi no tenemos para comer. Y como luego no tenemos para darle de comer a los animalitos pos antes los mandábamos allá pero el dueño del cerro ya no nos deja  llevarlos.
     –¿El cerro tiene dueño? –le pregunté. 
     –Pos antes no pero ahoy dicen que él lo compró, pos sabe.
     Me vino a la mente la delgadez de todos los niños y los adultos. Muchas veces cuando yo iba, me daban de comer cosas muy ricas como papas con chile y sus tortillas del comal. Pero yo veía que cocían los frijoles varias veces y casi siempre se  tomaban el puro caldo y, poco a poco, las semillas que volvían a cocer con más agua para que les duraran  varios días. No se me había ocurrido que era por la escasez de alimentos que ellos vivían a diario. Pero mi papá siempre me daba dinero, entonces, yo no sufría por hambre, pues pasaba a comprar algunas cosas al pueblo. La señora me pidió que si podía hablara con sus autoridades para que ya cumplieran con las promesas que cada cierto tiempo les hacían en las campañas políticas. No sé qué se les imaginaba que era yo. O qué creían que podía hacer, porque en todas las casas que visité la petición era la misma, todos me llamaban maestra, y tenían quejas, se notaban hartos. El foto cuento, fue cambiando de intención, porque de una historia bella e ideal, se fue convirtiendo en un pedazo de la realidad de mi país del cual yo pensaba que todo era como en el  DF.
                                                                                              
11 de septiembre del 2001
En el carro, Manuel va manejando, me ha dicho que mientras yo voy al evento con Memo él se va a la casa de su hermana. Me siento tan decepcionada que ya no quiero volverlo a ver, estoy atrapada entre los minutos que hacemos entre Ixtapaluca e Ixtapalapa adonde él se va bajar. Llevamos la radio prendida y la información como un rehilete en día de mucho viento da vueltas y vueltas con lo mismo lo mismo lo mismo, llega el momento en que me harta y con coraje apago el radio.
     Me voy preguntando donde están los “monitos”, como nos llamábamos él y yo mutuamente cuando el romance era como dulcecito de menta con chocolate, que se me deshacía en la boca. Si este sabor tan rico me duró dieciocho años. Si habíamos salvado la distancia por medio del teléfono, en todo este tiempo, si la ilusión nos había hecho desear volver a vernos, ¿que fregados tenían que ver dos pinches torres con el amor?
     ¿Dónde estaba el Manuel, toda ternura y juventud con el que yo me había enganchado entre las leyes de Mendel y la piometra de las hembras caninas? ¿Por qué cambio tanto? ¿Dónde quedaron las idas a bailar arriba del hotel Regis, que se cayó durante el terremoto del 85? ¿Dónde las llamadas de madrugada? Sólo para decirme que estaba pensando en mí y preguntarme: –¿Estás soñando conmigo?    
    ¿Sería que, como lo noté en su tiempo, el día que lo desahuciaron en ese año del 83, todo, hasta la idea que él tenía de nosotros, le cambió? También tuve mis errores, lo sé, nunca dejé de tener la esperanza de regresar con mi marido, del cual ni me había divorciado, y aunque no lo demostrara, quería rehacer mi hogar, “sobre todo  por mis hijos”,  según decía  yo. Sí, como no, “por mis hijos”.
     Manuel había estado conmigo las veces que lloré por los problemas con Antonio, me había consolado y me levantaba de la lona con su entusiasmo y galanterías. Pero cuando se enfermó gravemente, apenas si podía con sus propios conflictos, traté de ayudarle ahora yo, pero ya me empezaba a tener desconfianza, porque yo no tomaba una decisión definitiva y se había ido a los Estados Unidos, para poner tierra de por medio y vivir, según él, lo que le quedara de vida tranquilo.
     Ese día dos de febrero del 83, me  llamó a mi trabajo, yo estaba en un convivio de día de la “Candelaria” con mis compañeras, pero él dijo que le urgía hablar conmigo y me fueron a buscar al cuarto piso.
     –Parece que es de tu casa –me dijo mi compañera.
     Bajé las escaleras corriendo. Cuando contesté, me tranquilicé un poco al oírlo a él.
     –¿Qué pasa? –le pregunté.
     –Sólo quiero avisarte que me voy a Acapulco.
    Él viajaba algunas veces, así que no me extrañó.
     –Y ¿cuándo regresas?  –le pregunté.
     Me sorprendí cuando me dijo:
     –¡Para ti nunca! –y repitió– ¡nunca voy a regresar contigo! ¡Eres tan inestable! Ya no me digas nada, ya no me vas a convencer, siempre te creo y sales con lo contrario. Ya no Guadalupe, ya no, ¡me siento tan enfermo!, no puedo con tu inestabilidad.
     Me apuñalé el  orgullo y le rogué que habláramos, le pregunte: 
     –¿Qué te pasa?
     Contestó muy firme y enojado.
     –Tú ni siquiera sabes qué quieres. No entiendo tu vida.
     Le iba a decir algo más pero sólo escuche click.
     A pesar de estar en el trabajo, lloré como nunca había llorado. ¡Lloré muchísimo!, lo bueno es que me tocó esa noche sola en el dormitorio. Sí, no me apena reconocerlo,  ¡le lloré mucho!, pero sólo una noche.                                   

11 de septiembre de 1973
Seguí tomando fotos y hablando con los habitantes de este rancho. Me asombraron tantas cosas tan diferentes que se vivían ahí... En medio de las preguntas la gente me platicaba  de sus costumbres, como con las mujeres.
     Le pregunté a una señora:
     –¿Esta muchacha es su hija?
     La vi muy joven y embarazada y le dije:
     –¿Tan chiquita y ya está casada?
     –No, me la devolvieron.
     –¿Cómo es eso?
     –Sí, aquí si un muchacho quiere a una muchacha se la lleva.
     –¿No las piden para casarse?
     –Pos a veces sí pero si no, pos se las llevan y ya.
    Me sentí indignada y le seguí preguntando, aunque casi adivinaba qué era eso de la devolución.
     –¿Y qué es eso de que se la devolvieron?
     Con aparente naturalidad la señora me contestó:
     –Pos si no les gusta algo de ellas pos las devuelven a sus casas.
     –¿Y no se hacen cargo de sus hijos?
     –No –dijo la señora con naturalidad.
     –Pero y entonces, ¿las muchachas trabajan o cómo le hacen?
    La mamá de la muchacha contestó con resignación.
     –Pos ansina nada más.
     –¿Y se casan con alguien más o qué pasa después?
     Seguía yo muy indignada preguntando mientras la futura mamá no hablaba, se notaba que estaba muy avergonzada, y su mamá me contestó:
     –No pos ya es muy difícil, ellos las quieren nuevas; así, ya no.
    Parecía que el abuso que sentí que cometió el hombre aquel que se llevó y embarazó a esta casi niña me lo habían hecho a mí. No podía entender. Tanto que yo oía hablar de los derechos de las mujeres y pensar que nos trataran como cosas me hizo sentir muy mal. Estaba asombrada e indignadísima, pero en el futuro también yo viviría situaciones parecidas.
     Me despedí de la muchacha y de su mamá y me atreví a decirles
     –Eso está muy mal.
     Pero se me quedaron viendo como preguntando de qué estaba yo hablando.
     Al final hablé con la maestra del rancho. Ya para entonces se había corrido la voz de que yo andaba entrevistando para llevar sus quejas a las autoridades. La maestra me platicó que ella sola impartía las clases de todos los años. Me dijo:
     –Venga, venga, maestra, vea las condiciones del salón de clases.
    Le expliqué que yo no era maestra, que era estudiante del CCH en México, y que lo que estaba haciendo era un trabajo de investigación para mi escuela nada más.
     –Pero todos me piden que hable con el presidente municipal del pueblo –me quejé ahora yo con ella.
     –¿Y para qué quiere las fotos? –me preguntó y yo le dije:
     –El trabajo lo quieren con fotos. Como una fotonovela.
     –Pues dígale al señor que tome muchas fotos de la escuela que se está cayendo ¿Usted cree que se puede trabajar así bien? Y con eso de que los niños vienen casi sin comer; y venga, vea usted el sanitario –seguía la maestra quejándose muy molesta.
      Me sorprendí pues hasta donde yo sabía no había sanitarios en el rancho. Pero en un cuartito encima de un agujero habían puesto un excusado. Quizá con la intención de cumplir con las normas sanitarias que deben tener las escuelas. Lo malo era que yo no me había fijado que del otro lado salía el excremento a la calle, a donde llegaban los cerdos que andaban sueltos a comérselo.
     El fotógrafo tomaba las fotos y no intervenía para nada en lo que yo platicaba con las personas, pero estaba atento a todo. Cuando la maestra me insistió:
     –Vaya con el presidente municipal y dígale, entrevístelo a él, pregúntele por qué estamos así. Le sirve para su trabajo.
     No creo que haya sido intencional, quizá era su desesperación. Pero yo ya estaba encanijada, tenía arribita de los quince  años y sentía que podía arreglar el mundo tan sólo con las ganas de hacerlo. Me lanzaron el anzuelo y yo dócilmente lo mordí. Le dije al fotógrafo:
     –Venga, ahora vamos para el pueblo.
                                                                                                                                             
11 de septiembre del 2001
La mera verdad Manuel ya le había bajado a la discusión y como el carro ha seguido fallando hasta paga por lo que se necesita para repararlo. No acostumbro permitir que me paguen nada de mis gastos. Estoy acostumbrada a pagarme todo. Antonio me quiso castigar desde que nos separamos sin darme dinero. Dijo que si no vivía con él entonces no tenía derecho y nunca me dio para mantener a nuestros hijos. Pero mi orgullo y Telmex, afortunadamente, me evitaron el andar necesitando de él.
     Un día hasta le dije:
     –Pues trabajo extra fíjate, pero no tengo necesidad de andarte viendo la jeta.
     Me sentía la heroína por no pedirle nada y trabajar mucho para los gastos. Hasta que un día mi hija Ana me reprochó: –Por tu tonto orgullo nosotros tuvimos que estar más tiempo solos mientras trabajabas tiempo extra. Nos despojaste porque le quitaste la obligación que tenía mi padre de mantenernos.
     ¡Zas!, ni modo, tiene razón. Es difícil pero ahí voy. Ni nos hemos muerto de hambre y mis hijos estudian y, no muy seguido, pero en algunas ocasiones hasta gozan de  algunos lujitos.
     No me va mal. Pero le permití a Manuel que pagara la compostura porque la neta sí es un aliviane. Y también porque ya no quiero discutir. Pero tampoco me vuelve el ánimo. Creo que, cuando, las este día tan mentadas Torres Gemelas se cayeron,  arrastraron el castillito idiota que construí y mantuve dieciocho años. ¿Por qué si parece que a él ya se le pasó el coraje yo sigo tan enojada? Me cuesta mucho trabajo fingir. Le digo que yo revelo las fotos pero él insiste en entregármelas ya reveladas.
     Cuando se baja del carro en Ermita yo lo despido aparentemente muy cordial. Pero me aseguro de arrojar, junto con él, estos años de espera idiota y me  los arranco de algún lugar de dentro de mí donde se encarnaron en todo este tiempo. Según yo, junto con él bajé del carro todo lo que le pertenecía de mí. Pero algún año se quedó aferrado dentro porque en todo el resto del día y mucho tiempo después, sigo pensando en él.
                                                                                                                                          
11 de septiembre de 1973
Antes de ir al pueblo pasé por una de las muchachas de la casa en la que estaba  alojada. Llegué a la Presidencia Municipal muy segura de mí misma. En mi imaginación a lo mejor hasta el mandatario se avergonzaba y era sólo que no sabía cómo estaban las cosas y quizá prometería arreglar algo. ¡Qué tonta estaba yo!
     Bueno, ese día el presidente municipal me recibió bien.
     La muchacha que me acompañaba se quedó afuera, no quiso entrar. Estaba sola con este hombre medio joven, como de treinta o cuarenta años.
     –A ver dígame maestra –me dijo en tono de  burla.
     Ahora me doy cuenta de que ya sabía algo porque me llamó así. Otra vez le expliqué lo que a todos, que era un trabajo y que no era maestra. Y la primera pregunta que se me ocurrió fue:
     –Oiga, ¿que aquí los cerros tienen dueño?, yo pensé que nos pertenecían o todos, pero la  gente dice que ustedes se lo vendieron a fulanito.
     En ese tiempo debe de haber sido priista pero de cualquier partido hubiera sido igual, porque me contestó que “cuando los aztecas, luego vinieron los españoles y después la Revolución” y no sé qué más, total, que habló mucho y no dijo nada. Jamás entendí por qué ese cerro, de pronto le perteneció a ese señor, pero me mareó y, con los nervios, mejor pasé a otra pregunta.
     –¿Y lo de la presa? Dicen que  todos cooperaron y  que la construyeron en los terrenos de ese señor.
     Todavía me contestó con cordialidad, “que era el mejor lugar para construirla, que no había otro lugar mejor, otra vez que la inclinación del lugar, que las lluvias pocas veces no caían, que las envidias y que las arañas”, pero otra vez no le entendí. Entonces le hablé de la escuela.
     –¿Por qué está en esas condiciones? –le dije.
     Ya había agarrado yo confianza. Entonces me atreví a preguntarle:
     –¿Reciben dinero del presupuesto para la educación?
     –Por supuesto señorita –me dijo con un dejo ya de impaciencia.
     –Y entonces ¿en qué se lo gastan si la escuela del rancho está en tan malas condiciones?
     Su respuesta fue una mirada de lo más intimidante. Debo confesar que me impresionó y desvié la mirada.
     –Mire señorita, no crea que me engaña –dijo ya en un tono muy diferente.
     –Sé y me han venido a decir que usted se ha dedicado a alborotarme a la gente del rancho. Sé que anda hablando con todos metiéndoles ideas de esas raras. Dice que usted es estudiante ¿Es usted de esos revoltosos que andaban en líos con el gobierno o qué?
     Intenté explicarle que yo no había estado en ese movimiento, porque era una niña cuando aconteció, pero ni me dejó.
     –¿Y sabe qué, la voy a encerrar? –dijo en un tono muy agresivo.
     –¿Qué? –le pregunté. Aunque estaba muy asustada me dio coraje que dijera eso pues yo no sentía estar haciendo nada malo.
     –¿Y por qué me va a encerrar?, ¿por chismes?
     –No, porque usted nada más viene aquí a causar problemas. No crea que no sé que está en la casa adonde llega Lupe Reyes. ¿Usted habla con él? ¿Sabía que tenemos orden de apresarlo?
     –¡Oiga yo no conozco a ese señor! ¡Ni he visto a nadie en esa casa!
     –Ahhh –dijo–, pero seguro sí sabe que ahí donde usted se queda se cultiva marihuana.
     Con mis nervios yo le hablaba a gritos y rápidamente, porque me sentía acorralada, nunca se me ocurrió que las cosas iban a llegar hasta ese grado.
     –No –le aseguré–, no es cierto, ahí no se cultiva esa cosa.
     –¿Y cómo sabe que no?
     –Pues porque yo no he visto nada de marihuana ahí sembrada.
     Fue la respuesta perfecta que le pude dar porque me dijo:
     –Entonces conoce la marihuana o sea que usted es adicta ¿no?

     Seguirá…