jueves, 28 de abril de 2011

Mis muertos


Patricia López Muciño
México, D. F., 2 de noviembre de 2010.
El día de muertos, de acuerdo con la tradición, es aquel en que las almas regresan a visitarnos; esto en la infancia me aterraba profundamente, sin embargo desde hace algunos años me parece hasta alentador saber que, una vez que me pele de este mundo, vendré a visitar a los que todavía no se han ido.
     Con un manto negro cubro un mueble grande de mi casa y me doy a la tarea de forrarlo con papel picado, rosa mexicano, verde limón, naranja y amarillo. Las velas, el agua, la sal, la fruta, las flores de cempasúchil,  la calabaza, y las calaveritas… Pero el momento más significativo, es aquel en que empiezo a colocar los retratos de mis inolvidables muertitos.
     Comienzo con  mi madre, en una foto tomada en 1957 y Tere, mi suegra, retratada en 1945; sin duda las más guapas; platico con ellas lo cual resulta  muy terapéutico. A mamá le cuento cómo es mi vida ahora, y  la falta que me hizo su apoyo a los veinte años, cuando ella partió. A Tere, le digo: “No creerías lo mucho que ha cambiado tu hijo; es como si fuera otra persona, está en una lucha constante por ser diferente. Empezamos a llevarnos bien”.
     Continúo con las fotos de mis abuelitos: Don Rosendo y Doña Micaela, quienes me criaron; a él le doy las gracias porque me heredó el gusto por el  baile; le cuento que finalmente aprendí a bailar danzón (cuando niña, trató de enseñarme) y que ya conocí  Los Ángeles, uno de los dos salones de baile popular que sobreviven en la ciudad, a donde él acudía a bailar; ante su foto tomada en 1937, imagino un México, que se fue con esas generaciones; aquel que gustaba de las cosas sencillas. Con Micaelita, como le decíamos de cariño, me disculpo por no poner en la ofrenda aquel riquísimo mole poblano que ella solía preparar, cuidando cada uno de los ingredientes; recuerdo haberla visto un par de veces, moliéndolo, hincada frente al  metate. Mi tía Anita, a quien la vida le negó la maternidad, pero que fue la madrina de bautizo de veintitantos chamacos, incluyéndome, hasta hace dos años me recibía gustosa en su casa, y fue quien asumió el papel de mi madre por casi treinta. Los últimos cinco días de su estancia en este mundo, los  pasamos juntas y platicamos como nunca lo habíamos hecho. La extraño mucho, al igual que a mi tío Macario, quien después de cincuenta y dos años de vivir a su lado, no resistió verla partir y nueve meses después la alcanzó. Mi hermano Rafa  era un hombre atlético y bien parecido; quien además de trabajar en un banco y estar sometido a mucho estrés por tener que alcanzar metas inalcanzables, estaba en un equipo de futbol soccer, por lo que se conservaba bien aparentemente; a quien la muerte sorprendió con un infarto a los treinta y nueve años, y a tan sólo treinta días de convertirse en papá. A él le platico lo grande que está ese hijo al que no conoció, y el increíble parecido físico que tiene con él. “Volviste a nacer, manito” -le digo-. Y así, con cada uno de los ausentes,  mientras sostengo el portarretrato en mis manos, también entablo un monólogo con la esperanza de ser escuchada, diciéndoles todo lo que mi agitada vida, o el miedo, o el luego, o el para qué, me evitó decir.
     Pienso en lo efímera que es la vida, recuerdo los buenos momentos con todos ellos y también pienso en los tiempos desperdiciados, en los desacuerdos, y en su inutilidad. Siento nostalgia por los que se fueron, y ansias de correr a abrazar y besar a los que están en este momento aquí, a los que quiero tanto, y que a veces no les digo cuan  importantes son para mí. Y, mientras veo arder las veladoras, pienso que algún día mi mejor foto será puesta ahí, por alguien. Ojalá que quienes me aman, también me lo hagan saber en vida y no tengan que platicar con un retrato, como lo hago yo ahora…

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