domingo, 24 de abril de 2011

La muerte que espero



Hermes Castañeda Caudana
El final sorprendió a mi padre en la sala de mi casa, mientras conversaba con su compañera de vida y contrincante de batallas domésticas, mi madre, que hasta el día de hoy no consigue asimilar el extraño humor de la vida cuando dice “no más”, que ni la propia muerte es capaz de comprender.
     Hace poco, una de las estudiantes del posgrado en la escuela donde estoy aprendiendo a ser maestro, se nos adelantó. Ante la pérdida, nos miramos unos a otros sin saber qué decir, cómo gesticular, de qué manera reducir el miedo que provoca vernos en el espejo que eludimos al pasar frente a él: el del inevitable término, próximo o lejano, no lo sabemos, de nuestro paso por el mundo.
     Este suceso me recordó la prematura partida de mi más querido amigo hace un par de lustros, mientras dibujábamos planes basados en sueños, que juntos ya no alcanzamos a cumplir, porque la celosa muerte lo quiso a su lado sin importar los clamores de quienes no atinamos hasta hoy, a mirar de frente a la realidad que nos dice que él ya no está entre nosotros.
     La muerte amenaza a los seres que amo, me acecha a cada paso que doy, nos acompaña a todos en la vigilia, y aún, mientras dormimos. Por eso quiero hacerme su amigo, ofrendarle la última sonrisa que brinda la satisfacción del descubrimiento de haber vivido realmente, cuando llegue el instante del adiós.
     Vivo como rico aunque no lo sea, mis libros ninguna vez se han visto privados de tener un compañero más, no obstante mis tarjetas de crédito protesten, alertándome de un inminente colapso financiero.
     Decidí bajar de peso, debido a la luz roja que encendió el sofocarme al subir un par de escalones cada día, y ante la protesta de las botonaduras de mis pantalones y camisas, que decían “hasta aquí”.
     Cada día acaricio a mis perros para estabilizar mi rebelde presión arterial, escribo para reconciliarme con mis demonios y bebo la acostumbrada copa de vino que me permite digerir los sinsabores del acontecer cotidiano.
     Tras descansar diariamente algunas horas, ingiero un par de pastillas. Una para soportar la enorme lista de mis actividades habituales, otra más, contra la tristeza, para asimilar los sueños postergados y la urgencia no atendida, de “vaciar la casa” de amarguras y rencores, que hoy he decidido no dejar más en la espera, porque nunca se sabe cuándo llegará el momento de exhalar el último suspiro.
     Por esta certeza, deseo afirmar mi compromiso con la irrepetible oportunidad de equivocarme más veces de las que quisiera, y aceptar, que “la vida no retoña”, como decía mi abuela, a quien “Ella” sorprendió en la soledad de su habitación fría, ausente de empatía y anegada, desde hacía años, por la más absoluta incomprensión.
     No quiero morir como mi padre, con una lágrima a medio camino en el rostro y aquel par de zapatos nuevos, guardados todavía en la caja donde los compró, en espera de ser cómplices de pasos jamás dados, por esta ciudad ni por alguna otra conocida.
     Tampoco quiero morir como mi abuela, que se declaró desahuciada veinte años antes de partir, o como una de mis primas, considerada virgen y fracasada, por quienes apenas la conocieron y jamás escucharon su necesidad evidente, de ser amada como era, no como otros deseaban que fuera.
     Por eso quiero atreverme a “ser”, adueñarme de mis aspiraciones, de mi cuerpo y necesidades, proclamar tardíamente mi libertad y decir que ordeno que mis cenizas se las lleve el mar de Veracruz, tierra a donde pertenezco. Que no me recen porque no quiero morir como jamás viví. Deseo que la inspiración por lo que fui acompañe a otros, si merece la pena, para no caer en el abismo del eterno olvido, la peor de las muertes, cuando más nadie te recuerda, ni siquiera en el instante que antecede al sueño y se teme de cerca o lejos a la misteriosa muerte, señora inexorable e invitada sin remedio al efímero festejo donde pueden degustarse manjares o ingerirse amargos brebajes, según la vida que nos toque y decidamos hacer…

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