sábado, 16 de julio de 2011

El pichón


Roisver Azael Camiña Carreto
Mi cielo amenazó con llorar pero no se atrevió. De pronto, se volvió cobarde… tal vez, un poco como yo.
     Ya es de noche, a lo mejor un lunes cualquiera, un martes o un sábado, no importa. Repentinamente me nace la necedad de escribir. Soy medio necio, ¿qué quieren hacerme? Hay cosas que no se pueden cambiar.
     Mientras busco palabras qué formar en medio del teclado, te siento a mi espalda, perdiéndote en tu propia pantalla. Busco qué escribir pero no brotan las palabras, tan sólo la espuma de un mar en calma, sereno bajo la luna llena…
     Desconozco el instante en que dejé de atreverme a ser yo mismo, a pretender lograr esos sueños de niño inquieto, de adulto concreto. Perdí la pluma de Dumbo, emigró el genio de mi lámpara mágica y me he vuelto inseguro, más que ayer. No encuentro los motivos que lo justifiquen; tal vez sea la crisis, mis dificultades económicas, los problemas sociales, la inseguridad de la ciudad… Únicamente sé que han regresado las ganas de perderme. Ignoro lo que debo hacer. Tengo miedo, miedo de volver a buscarme, ¿será que me he vuelto mediocre?
     Hace algunos días cayó un pichón en el patio de la casa. Los perros le ladraban y por eso me percaté de su presencia; estaba asustado, intentó levantar su vuelo pero alguien se atrevió a cortarle las alas. Sin embargo, se aventó al precipicio y me imagino su desesperación al darse cuenta de que, por más que intentaba volar, sus alas lo devolvían directamente al suelo. Debe haber corrido evitando los colmillos de mis perros. Ignoro cuánto tiempo soportó las amenazas de ser asesinado por ellos. De inmediato, lo tomé entre mis manos y lo protegí.
     Nunca me han gustado las aves, pero lo alimenté; lo resguardé de la lluvia y del sol, esperando que le crecieran las alas y volviera a su hogar. Sin embargo, en un descuido lamentable, dejé abierta la puerta del lugar destinado a él y, los perros, celosos de las atenciones que le brindé al pichón, corrieron entre ladridos y lo atraparon en sus fauces.
     Les grité, les pegué, mientras trataba de quitárselos de entre sus dientes afilados, pero ellos, llenos de coraje, me lo pelearon. Dudo mucho que se lo quisieran comer. Simplemente lo querían matar y dejarlo tirado, como si fuera un trofeo.
     Con mucho trabajo se los arranqué; mientras él sangraba por el pico y se acurrucaba entre mis manos. Su corazón latía apresuradamente y mis lágrimas comenzaron a brotar. Con esta nueva agresión, perdió más plumas, resultó muy lastimado y, posiblemente, haya tenido ganas de morir al sentir cómo herían su delicado cuerpo.
     Hoy sólo pretendo que sane, que recobre las plumas y la fuerza de sus alas… y que se vaya. Que no regrese. No tiene caso volver a donde le hicieron tanto daño.
     Que él logre volar, porque yo he olvidado cómo hacerlo…
     Espero recuperar pronto mi esencia, volver a encontrar el camino. Mientras eso sucede, sigo perdido.
     No me presiones, deja que me vuelvan a crecer las alas. Hasta que eso pase, acurrúcame entre tus brazos creadores. Aliméntame y, tan sólo, quiéreme…

lunes, 11 de julio de 2011

Mi clausura


Carlos Daniel Ramírez Castañeda
El día de mi clausura me sentía muy nervioso porque concluía una importante etapa de estudios, en mi vida. La verdad, esperaba con ansias ese día pero, al mismo tiempo, no, porque extrañaría a mis amigos.
     Lamentablemente, amaneció lloviendo. Una vez que llegué a la escuela “Luis Donaldo Colosio Murrieta” del Fraccionamiento “Las Américas I” de Iguala, Guerrero, mis amigos y yo nos reunimos en el salón. Ahí, estuvimos hablando y todos comentaron que se inscribirían en la Escuela Secundaria “Antonio Caso”. ¡Me puse feliz porque nos seguiríamos viendo y también jugaríamos la reta de futbol en el recreo!, ya que ése era nuestro pasatiempo preferido durante los ratos libres en la primaria.
     Lo primero fue el cambio de escolta. En ese momento miré hacia a la entrada, ¡y mi mamá todavía no llegaba! A pesar de la fuerte lluvia, iniciamos así, cuando el agua estaba más fuerte. Me sentía triste porque aquella sería la última vez que cargaría la bandera. En eso, alcancé a darme cuenta que mi mamá entraba a la escuela y me sentí más tranquilo, porque ella se habría puesto muy triste si no me miraba entregar la enseña nacional, a la nueva escolta. Aquello fue lo único que hicimos en la cancha, debido a que el aguacero no tenía para cuándo terminar.
     En seguida, nos entregaron los documentos en un salón. A mí, también me dieron un reconocimiento por haber sido el más destacado de la generación, al cumplir con todos los trabajos en clase y las tareas. Mis amigos, Luis Fernando y Miguel Brandon, dijeron unas inspiradoras palabras de despedida. De quinto año, las dijo Brenda.
     Cuando se calmó un poco la lluvia, se nos comunicó que había llegado –aunque tarde– la madrina de nuestra generación, que en su honor llevó por nombre: “Ma. De los Ángeles Santana Díaz”. De inmediato nos pusimos las togas y bailamos el vals que tanto ensayamos. Le perdoné a la madrina de generación el haber llegado tan tarde, cuando dijo unas palabras de despedida que me gustaron mucho y, más aún, cuando nos entregó nuestras mochilas de regalo.
     Al finalizar la clausura, mi maestra Marcela dijo por el micrófono que cada uno podía tomar un poste de globos y ¡todos corrimos! A lo lejos, estaban mi mamá y mi tío –quien también llegó tarde y fue mi padrino a la vez–. Sin perder un segundo, me apuré a tomar un poste, como si éstos no fueran a alcanzar para todos y, al dirigirme hacia mi familia, vi que reían; al preguntarles por qué, comentaron que en ese momento –vestido con toga, con mi nueva mochila en una mano y el poste en la otra– me parecía a Mary Poppins. Luego comenzó la sesión de fotos. En algunas, posé con mis amigos, para el recuerdo.
     Al llegar a casa, ya nos esperaban mi hermano y mi abuelita para irnos a almorzar al restaurant “Xóchitl”. El taxi que pedimos, nunca llegó, me imagino que porque seguía lloviendo. Por eso, tuvimos que salir caminando del fraccionamiento y, en la “Ruffo”, nos subimos a la combi. Ya que íbamos en camino, observamos que venían varios taxis libres, ¡tal vez entre ellos iba el que nos cansamos de esperar en casa!
     Desayunamos y almorzamos en familia, ¡todo estuvo delicioso! O, tal vez, fue el placer de estar con las personas que más quiero y que me apoyan en todo momento. Lo que se nos olvidó, fue pedirle a alguien que nos tomara una foto familiar, pero no importa, las imágenes de ese día quedarán grabadas por muchos años, en mi corazón y en mis recuerdos favoritos.

domingo, 10 de julio de 2011

Un nuevo miembro



Alberto Castrejón Reyes
Yo aborrecía a determinados animales; quizá por feos, mugrosos, extraños, o no sé, pero increíblemente no me gustaban los perros como a muchas personas en el mundo. Yo les tenía miedo; cada vez que un perro se me acercaba, las lágrimas y los gritos eran lo primero en hacer acto de presencia. Pensaba que esas cosas peludas me querían morder o algo por el estilo.
     –Lo único que quieren es jugar contigo –me decían repetidamente todas las personas, pero a mí me valía madre si querían jugar o no, ¡esas pinches cosas me hacían llorar! Simplemente, ¡no me gustaban los malditos perros!
     Pero pronto sucedió un cambio radical...
     Año 2004; mi felicidad pendía de un hilo, no estaba satisfecho con el lugar donde vivía. Cambiar el smog de la ciudad por el estiércol de una pequeña localidad, era lo peor que me estaba pasando. Pero eso no fue todo. Ese mismo año una noticia inundó la casa de felicidad; excepto para mí e, incluso, mi rostro se convirtió en una interrogante del tamaño de Rusia.
     – ¡Un nuevo miembro se incorpora a nuestra familia! –fueron las formales palabras que expresó mi papá. Yo, de inmediato pensé: ¡Alguna de mis primas ya salió con su domingo siete! O ¡la tía Chencha ya va a tener su quinceavo chamaco! Pero estaba equivocado.
     Empecé a jalar playeras y a tocar hombros, preguntando desesperadamente sobre el aludido nuevo miembro de la familia. Nadie me hacía caso, todos cuchicheaban buscando un nombre. Yo supuse que era para el “nuevo miembro”. Entonces, de la nada, surgió un grito desolador: ¡Se llamará Káiser!
     No entendía nada de lo que pasaba, hasta que mi papá me dijo: –Sí, hijo, tenemos ¡un nuevo perro!
     Al tiempo que mi papá soltó como un litro de saliva cuando me dijo eso, mis fibras musculares se paralizaron y, de inmediato, repliqué: – ¿Un perro? ¡No! ¡Yo no quiero un perro aquí, me dan mucho miedo! Después, salí corriendo hacia mi habitación…
     Al día siguiente, me paré y no había absolutamente nadie en mi casa. Todo estaba solitario, parecía desierto. Me trasladé al negocio de mis papás y, cuando llegué, se escuchaba mucho escándalo. Lleno de curiosidad, me asomé a ver el chisme.
     Una pequeña caja de madera era la protagonista de aquel alboroto. De pronto, de ahí salió un pequeño ser; negro con amarillo, orejas caídas y un poco maloliente, que lloraba muy feo, quizá porque extrañaba a su mamá.
     Cuando lo vi, no pregunté ni dije nada, únicamente me acerqué y me limité a mirarlo con extrañeza, mientras él también se aproximaba hacia mí, en medio de un llanto desconsolado. En ese instante, lo toqué y ¡algo en mi interior me conecto a él! El sentimiento que compartimos fue mutuo. Él necesitaba amor y, yo, experimentaba la necesidad de brindárselo. Inmediatamente, rompí el silencio para exclamar: ¡Que se quede! Todos me observaron de una forma rara, quizá porque yo tenía pavor a los perros e, inexplicablemente, parecía que algo en mí había cambiado.
     A partir de ese día, la convivencia con el Káiser se fue haciendo más grande. Con la llegada de mi ahora “muy querido perro”, el temor a los otros seres de su especie, desapareció. Gracias a él, hoy en mi familia tenemos un pasado más rico qué recordar, una vida más emotiva por vivir y, sobre todo, muchos días de diversión y alegría por compartir…