domingo, 10 de julio de 2011

Un nuevo miembro



Alberto Castrejón Reyes
Yo aborrecía a determinados animales; quizá por feos, mugrosos, extraños, o no sé, pero increíblemente no me gustaban los perros como a muchas personas en el mundo. Yo les tenía miedo; cada vez que un perro se me acercaba, las lágrimas y los gritos eran lo primero en hacer acto de presencia. Pensaba que esas cosas peludas me querían morder o algo por el estilo.
     –Lo único que quieren es jugar contigo –me decían repetidamente todas las personas, pero a mí me valía madre si querían jugar o no, ¡esas pinches cosas me hacían llorar! Simplemente, ¡no me gustaban los malditos perros!
     Pero pronto sucedió un cambio radical...
     Año 2004; mi felicidad pendía de un hilo, no estaba satisfecho con el lugar donde vivía. Cambiar el smog de la ciudad por el estiércol de una pequeña localidad, era lo peor que me estaba pasando. Pero eso no fue todo. Ese mismo año una noticia inundó la casa de felicidad; excepto para mí e, incluso, mi rostro se convirtió en una interrogante del tamaño de Rusia.
     – ¡Un nuevo miembro se incorpora a nuestra familia! –fueron las formales palabras que expresó mi papá. Yo, de inmediato pensé: ¡Alguna de mis primas ya salió con su domingo siete! O ¡la tía Chencha ya va a tener su quinceavo chamaco! Pero estaba equivocado.
     Empecé a jalar playeras y a tocar hombros, preguntando desesperadamente sobre el aludido nuevo miembro de la familia. Nadie me hacía caso, todos cuchicheaban buscando un nombre. Yo supuse que era para el “nuevo miembro”. Entonces, de la nada, surgió un grito desolador: ¡Se llamará Káiser!
     No entendía nada de lo que pasaba, hasta que mi papá me dijo: –Sí, hijo, tenemos ¡un nuevo perro!
     Al tiempo que mi papá soltó como un litro de saliva cuando me dijo eso, mis fibras musculares se paralizaron y, de inmediato, repliqué: – ¿Un perro? ¡No! ¡Yo no quiero un perro aquí, me dan mucho miedo! Después, salí corriendo hacia mi habitación…
     Al día siguiente, me paré y no había absolutamente nadie en mi casa. Todo estaba solitario, parecía desierto. Me trasladé al negocio de mis papás y, cuando llegué, se escuchaba mucho escándalo. Lleno de curiosidad, me asomé a ver el chisme.
     Una pequeña caja de madera era la protagonista de aquel alboroto. De pronto, de ahí salió un pequeño ser; negro con amarillo, orejas caídas y un poco maloliente, que lloraba muy feo, quizá porque extrañaba a su mamá.
     Cuando lo vi, no pregunté ni dije nada, únicamente me acerqué y me limité a mirarlo con extrañeza, mientras él también se aproximaba hacia mí, en medio de un llanto desconsolado. En ese instante, lo toqué y ¡algo en mi interior me conecto a él! El sentimiento que compartimos fue mutuo. Él necesitaba amor y, yo, experimentaba la necesidad de brindárselo. Inmediatamente, rompí el silencio para exclamar: ¡Que se quede! Todos me observaron de una forma rara, quizá porque yo tenía pavor a los perros e, inexplicablemente, parecía que algo en mí había cambiado.
     A partir de ese día, la convivencia con el Káiser se fue haciendo más grande. Con la llegada de mi ahora “muy querido perro”, el temor a los otros seres de su especie, desapareció. Gracias a él, hoy en mi familia tenemos un pasado más rico qué recordar, una vida más emotiva por vivir y, sobre todo, muchos días de diversión y alegría por compartir…

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