domingo, 5 de junio de 2011

Mentiras a mamá


Aracely García Vázquez
He reflexionado sobre la conveniencia de decir mentiras, sin embargo, como se escucha muy feo, mejor diré: he reflexionado sobre cómo me ha beneficiado cambiar un dato por otro. Lo mencionado hace alusión a que dispongo de muchas experiencias significativas sobre este asunto, que hoy por primera vez confesaré.
     Desconozco cómo hacerle saber a mamá las mentiras que le he dicho; cómo mencionarle que fui yo, quien pisó aquel pollo blanco que tanto quería y que por nombre le había puesto Pancho. O que yo quebré su plato nuevo y corrí a esconderlo tras ese anaquel de color verde que no me gustaba y, que quizá hoy, ya está reciclado porque lo vendió como fierro viejo.  
     Necesito saber cómo explicarle que fui quien quebró las plantas, esas que daban total frescura, que proyectaban vida a ese corredor, y por lo cual le pegó a mi perro, que terminó castigado y decepcionado de mí, porque tuve la oportunidad de decirle a mamá que era responsable por lo sucedido, y callé. También me confieso culpable porque en esos días cuando ella hacía caldo de pollo con verduras, yo fingía comerlas, pero en realidad nutría a escondidas a mi gato, dándole las verduras.
     Debo añadir aquel día al salir de la escuela telesecundaria en que, junto con mis compañeros,  pasamos a robarnos unos jugosos mangos petacones que con sólo verlos se nos hacía agua la boca y, por brincar desde muy alto, me caí y quedé toda raspada. Al llegar a casa dije que me había caído jugando básquet, cuando mi madre sabía que era lo que menos me gustaba.
     Desearía poder decirle a mi madre lo referente a las escapadas para ir a ver a mi novio –con quien acababa de estar en la escuela–, porque en la tarde pedía permiso para visitar a una amiga, cosa que por supuesto no era verdad.
     Declaro ignorar cómo le digo a mamá que regalé la cadena que me dio cuando cumplí quince años. Sobre las pastillas que me encontró y cuya propiedad negué, pero que sin embargo eran para mí. Acerca de esos mensajes de texto comprometedores en el celular, cuyo destinatario fingí no conocer. Además, ¿cómo contarle de mi viaje a Tixtla sin pedir permiso, para ver a quien era el “amor de mi vida”?
     Ya entrada en confesiones, también apetecería decirle a mi madre, que el 24 de febrero de 2008 no fui a Huitzuco a realizar una tarea, sino a Iguala, a pasear con mi novio. Y aquella ocasión en que llegó a casa y encontró un nuevo miembro –un hermoso e indefenso gato–, que dije que había llegado solo, en realidad estaba allí porque yo lo había llevado. No obstante, argumenté aparentando ingenuidad: “ya pregunté a las vecinas de quién es, y no aparece el dueño”; ¡cómo iba a aparecer si era yo quien quería proporcionarle un nuevo hogar al minino!
     Ignoro si mi mamá ya conocía algunas de las cosas que aquí he mencionado. Lamento, a pesar de mi repentina honestidad, no poder confesarle algunas otras mentiras, por la importancia que tiene para mí guardar el secreto. No obstante, es posible que el valor que ella le otorgue a cada una de las cosas que sí he dicho, haga que las tome en consideración a mi favor. Aunque he de admitir que cada una de las experiencias sobre las que he mentido, ha sido en verdad memorable.

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